Cíes, las Islas de los Dioses, donde las ninfas guardan un bosque con manzanas de oro
Esas islas son un auténtico paraíso natural en el que la blanquísima arena de sus playas se deja acariciar por un mar de zafiro
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Cuenta la leyenda que cuando Dios terminó de crear el mundo, exhausto, apoyó su mano en uno de sus extremos y dejó sus dedos marcados en lo que hoy conocemos como las Rías Bajas. Después de descansar, se levantó y dicen que sacudió su mano impregnada de tierra, arena, barro y pequeñas rocas, y que así, de esa sacudida, nacieron las islas gallegas del Atlántico, entre ellas, las Islas Cíes, que los romanos llamaron Islas de los Dioses y que, desde la noche de los tiempo, desafían las embestidas del océano. Esas islas son un auténtico paraíso natural en el que la blanquísima arena de sus playas se deja acariciar por un mar de zafiro que cuando está bravo arremete, teñido de gris oscuro, con fuerza contra los acantilados.
En este lugar, la leyenda se entremezcla con jirones de historia según los cuales, el mismísimo Julio César habría desembarcado aquí después de asediar y someter a los herminius (portugueses) que se negaron a rendirse ante Roma y se habían refugiado en este lugar que consideraban seguro porque, para ellos, era sagrado ya que en él había varios altares de ofrendas a sus dioses. Hay incluso autores que sitúan en las Islas Cíes, “más allá del océano, en los límites con respecto a lo conocido”, las mitológicas Islas Casitérides en las que las ninfas guardarían un bosque lleno de manzanos cargados con frutos de oro. De aquellos tiempos pretéritos, quedan algunos restos que nos hablan de que 3.500 años a.C., ya había humanos en ellas, también se han encontrado restos de la Edad de Bronce y de la época de Julio César.
La huella de tantos siglos de historia, hubiera sido mayor de no haber intervenido la mano destructora de los piratas ingleses y holandeses, con el temible y devastador Drake a la cabeza, que asaltaron y arrasaron continuamente estas islas siempre escasamente habitadas y las convirtieron en su refugio favorito, aprovechando sus lugares resguardados de los zarpazos del mar embravecido y porque en ellas, siempre ha habido manantiales de agua dulce.
Cuentan los estudiosos de la historia, que en las profundidades de ese mar que se vuelve tenebroso en los días de tormenta, se encuentran los restos de múltiples galeones que, en su día, transportaban riquísimos cargamentos de oro y plata y que han actuado, a lo largo de las generaciones, como reclamo para los cazatesoros que los siguen buscando de manera incansable.
La gente común, nos conformamos con dejarnos fascinar por la sensación de inmensidad mirando a mar abierto desde ellas, disfrutar de su entorno, pasear por su Playa de Rodas de arena blanquísima, disfrutar de la Laguna de los Niños que se llena con la marea, dejar volar la imaginación ante los restos del castro celta y del convento de San Esteban que nos transportan a muchos siglos atrás y nos hablan de las gentes que vivieron en este lugar de singular belleza y extremada dureza o subir al Alto del Príncipe para apreciar la hermosura de este paraíso, hoy protegido como Paraíso Natural, tan cerca y tan rico en historia y leyendas.