La muralla de Lugo, un encuentro con la historia
Cuenta con una longitud de más de dos kilómetros, todos en perfecto estado y abiertos al público, 71 torres, muros que alcanzan los 16 metros y un foso de más de veinte de ancho
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Para visitar la muralla de Lugo, hay que hacerlo mirando al pasado lejano, subir a ella por la Puerta de Santiago, una de las que está ahí desde que pusieron la última piedra y dejar vagar la imaginación porque estaremos formando parte de la historia, pisando y tocando las mismas piedras que pisaron los soldados romanos hace dieciocho siglos.
Con una longitud de más de dos kilómetros, todos en perfecto estado y abiertos al público, 71 torres, muros que alcanzan los 16 metros, con un foso de más de veinte de ancho, era la mayor y más inexpugnable muralla romana para protegerse de los ataques de los que ellos llamaban bárbaros y la única de aquella época que sigue intacta.
Escuchando nuestros pasos bajo la niebla que el Miño nos regala con frecuencia y que nos hace el favor de ocultar los edificios que, a su vez, en los días claros ocultan la muralla, podemos imaginar a los centinelas en el paseo de ronda, oteando con dificultad el horizonte para dar la alerta en caso de que se acercara el enemigo; entre la cadencia prácticamente inaudible del “orballo”, casi podemos escuchar el desfile, las voces y las consignas en los cambios de guardia; si agudizamos la imaginación, podemos vislumbrar las fogatas con las que se avisaban, de torre a torre por la noche y en los días de niebla o lluvia de la presencia de los bárbaros y si el día es claro, podemos avistar las columnas de humo de leña verde que utilizaban con el mismo fin, mientras los legionarios que habitaban la ciudad, se armaban y corrían a sus puestos para defender su muralla.
Si volvemos la vista al interior con ojos de ayer, nuestra imaginación nos permitirá, oler el sudor de los caballos recién llegados del combate, escuchar el choque metálico de las espadas durante el entrenamiento de los soldados, los carros con avituallamientos, risas, gritos, llantos, broncas… y todos los sonidos de la vida cotidiana en una ciudad amurallada que llegó a acoger a varias legiones de 5.000 hombres cada una.
Si miramos con ojos de hoy, veremos en cada rincón la huella de los romanos y destacando por encima incluso de la muralla, las torres de la Catedral con su Virgen de los Ojos Grandes pero esa es otra historia.
Al apoyar nuestra mano en cada una de las piedras de esta muralla, podemos sentir la fuerza de los siglos transcurridos e imaginar en qué lugar de extramuros estaría el Bosque Sagrado de Augusto del que sí hay referencias, pero no hallazgos.
Naturalmente, también tenemos que buscar indicios de la Cueva de Oqu, hijo de Marte.
Cuenta la leyenda que Marte, se enfadó un día con Oqu y que, como castigo, lo envió a la tierra, a vivir entre los hombres al lugar que hoy conocemos como Lugo, diciéndole que cuando cumpliera su castigo él mismo, el dios de la guerra, vendría a buscarlo.
Pasó mucho tiempo, Oqu se hizo viejo y Marte no aparecía. Ocurrió que, en aquellos tiempos, una terrible peste asoló Europa y Oqu, intentando hacerse perdonar por su padre realizando una buena obra, recogió unas flores, reunió a los vecinos y les pidió que tomaran un brebaje hecho con ellas y con el que habría conseguido librarlos de la peste y de una muerte segura.
Cuando los romanos empezaron a construir la muralla, tenían que derribar la cueva de Oqu pero, advertidos de que era el hijo de Marte, después de pedir permiso a Roma, desviaron el trazado para no incomodar al dios de la guerra
No se sabe con exactitud dónde estaba esa cueva; nadie sabe tampoco, si Marte perdonó a su hijo o si sigue vagando entre la niebla por los alrededores, pero durante muchas generaciones, los ancianos de la ciudad contaban que la noche
, se pueden ver luces brillantes en la muralla y, al amanecer se podrán distinguir flores azules como aquellas con las que Oqu salvó a la población de la peste.
Desde esa muralla romana de Lugo, dieciocho siglos de historia y de leyenda, nos contemplan.