Palacio de La Granja, marcado por la estela de una reina mandona y un rey sin cabeza
Está considerado por muchos como el Versalles español
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El Palacio Real de La Granja, con su conjunto de edificios fastuosos y sus jardines con espectaculares fuentes monumentales, está considerado por muchos como el Versalles español, pero mucho más allá de esa comparación, lo cierto es que es un lugar lleno de historia, una historia marcada, sobre todo, por Isabel de Farnesio.
En plena canícula del verano de 1747, cuando ni siquiera la sierra de Guadarrama derramaba brisa sobre La Granja de San Ildefonso, Isabel de Farnesio, recién llegada de Madrid, contemplaba una vez más ese palacio en el que había convivido con su esposo Felipe V, un palacio donde había soportado los vaivenes emocionales y de carácter de un rey sumido en las tinieblas de la depresión y de la locura y desde el que ella puso en práctica toda su capacidad de influencia en la Corte tomando decisiones que el rey no estaba en condiciones mentales de asumir, urdiendo intrigas para favorecer a sus propios hijos y ninguneando y aislando a sus hijastros.
En aquel verano de 1747, lejos quedaban ya los tiempos en que el rey, perdido en los procelosos bosques de su mente difusa, dependía de ella de manera enfermiza hasta el punto de que todo lo hacían juntos, comían, dormían, paseaban e incluso se confesaban al mismo tiempo y cuentan que él, poco dispuesto a cambiarse de ropa interior a menos que estuviera hecha jirones, solo se ponía camisas que antes hubiera utilizado la reina.
Justo un año después de que Fernando VI, al que Isabel de Farnesio, en plenitud de poder, había ordenado mantener en una especie de arresto domiciliario con las visitas restringidas durante muchos años, llegará al trono, este lugar se convirtió el lugar del destierro de la reina, un destierro desde el que vio transcurrir la historia sin poder ejercer su influencia.
Por si acaso su denostado hijastro, entonces rey, decidía consumar su venganza y expulsarla del Palacio de La Granja de la misma manera que lo había hecho del Palacio del Buen Retiro solo una semana después de acceder al trono, ella, Isabel de Farnesio, decidió construir otro gran palacio en las cercanías, el Palacio de Riofrío que nunca terminó porque la muerte de Fernando VI y la llegada al trono de Carlos III, hijo natural de Isabel, la llevaría nuevamente a la Corte. Desde ese momento, Riofrío quedó como un pabellón de caza olvidado, sin utilizar y como el capricho inacabado de una reina, cuyos restos y los de su esposo, reposan en la Colegiata anexa al Palacio de La Granja.
Ni los incendios ni el paso del tiempo han conseguido eclipsar la belleza del Palacio de La Granja, un lugar en el que los mármoles y los frescos salvados milagrosamente del efecto del fuego y del agua, compiten con los espejos, las lámparas y los tapices salidos de las Reales Fábricas.
La Galería de Retratos, el Dormitorio Real, el Gabinete de los Espejos, la Sala de Hércules, la de Galatea o la Galería de Paseo de invierno utilizada para pasear cuando el rigor invernal de la cercana sierra impedía hacerlo al aire libre..., todos ellos albergando obras de arte de incalculable valor y reproducciones de otras que se conservan en museos nacionales, todo a la sombra de la legendaria Sierra de la Mujer Muerta, es lo que nos encontramos en este lugar, en este palacio que, además, fue cuna real muy cercana al rey Felipe VI y, especialmente al rey don Juan Carlos, porque en él nacieron su padre Don Juan de Borbón y, algo más lejos en el tiempo, la Infanta Isabel “La Chata”, hermana de su bisabuelo.