Portomarín, un pueblo de leyenda que se negó a morir ahogado
Para trasladarla y reconstruirla fielmente al abrigo de las aguas, antes de desmontarla, tuvieron que numerar todas y cada una de sus piedras
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Conocí Portomarín por primera vez en 1966, cuando la Iglesia fortaleza de San Nicolás acababa de ser inaugurada después de ser trasladada, piedra a piedra, desde el lugar en el que había estado desde su construcción en el siglo XII.
Para trasladarla y reconstruirla fielmente al abrigo de las aguas, antes de desmontarla, tuvieron que numerar todas y cada una de sus piedras.
De aquella primera visita recuerdo que, con candidez infantil, estuve mucho tiempo contando piedras para asegurarme de que no se habían saltado alguna, algo que hoy sería imposible porque el tiempo y el clima han borrado casi todos los números.
Pasaron años hasta que entendí la historia y el valor de ese pueblo que se negó a morir ahogado porque, cuando la construcción del embalse de Belesar dejó claro que lo iba a inundar, logró movilizar las voluntades suficientes como para que su Iglesia de San Nicolás, la de San Pedro, la capilla de Las Nieves, el Pazo del Conde de la Maza y algunas otras casas señoriales además de su puente medieval fueran trasladados a lo alto del Monte del Cristo, donde ahora se encuentra el nuevo Portomarín y, además, consiguieron que les construyeran calles y casas lo más parecidas a las que iban a quedar inundadas.
Parecía imposible trasladar, además de las piedras, el espíritu de aquel pueblo milenario por el que habían pasado los Reyes Católicos, Carlos V o Felipe II y en el que millones de peregrinos habían enfilado los últimos kilómetros camino de Santiago, pero el nuevo Portomarín sí que lo consiguió, consiguió copiar el espíritu medieval de sus calles en las nuevas edificaciones con soportales y mantener el interés que despertaba desde hacía tantos siglos en el peregrino, un peregrino que, ahora para entrar a pie en el pueblo, debe subir por las escaleras que salvan un arco del puente medieval y cuando alcanza la cima, debe pasar bajo el arco de la ermita de las Nieves, momento en el cual, según la tradición, por el hecho de hacerlo, recibe la Bendición Papal.
A partir de ahí, pasear por sus calles, adentrarse en esa iglesia de San Nicolás, antes llamada de San Juan porque era la sede de la Orden de San Juan de Jerusalén, visitar la de San Pedro o, si hay suerte y el agua del embalse está baja, deleitarse contemplando la belleza del viejo puente contrastando con la fría y funcional apariencia del nuevo, es un auténtico regalo.
Naturalmente, en un lugar así, no pueden faltar las leyendas, una vieja y una nueva.
Cuenta la vieja leyenda que el Miño, a su paso por Portomarín, está habitado por hechiceras y hombres-pez dispuestos a arrastrarnos río abajo y que, para evitar caer en sus redes, hay que meter una piedrecita en la boca antes de cruzar el puente. Al parecer, aunque sea una piedra muy pequeña, se convierte en un peso imposible de mover para ellos y nos deja libres de malos hechizos.
La nueva leyenda la firma alguien en tiempo reciente y con bastante mala leche y cuenta que los peregrinos que llegan cansados de la jornada de camino, tienen que subir la altísima escalera hacia la ermita de Las Nieves y, además, tienen que hacerlo de una tacada, a la carrera y sin detenerse a descansar, aunque tengan los pies llenos de ampollas y los riñones doblados, porque según el “gracioso” que acuñó la dichosa leyenda, el que se detiene a descansar antes de llegar a la cima, queda impotente durante medio año. Resulta curioso ver como, por si acaso tiene algo de cierta, muchos peregrinos suben corriendo los 46 escalones.