Finisterre, donde el sol se acuesta con el mar y su legendaria puerta hacia el “más allá”
Publicado el - Actualizado
3 min lectura
Finisterre fue para los antiguos el fin de la tierra, el lugar donde empezaba el mar tenebroso, en el que los fenicios y los celtas levantaron altares para alabar al dios sol y también para los romanos, que estaban convencidos de que la tierra era plana y que, en ese lugar, se encontraba la puerta hacia el más allá.
Hoy, ese mar infinito y ese sol descendiendo lentamente, nos regalan atardeceres bellísimos cuando comparten el horizonte y nos iluminan con rayos de todos los colores hasta que la noche cae y bajo nuestros pies parece abrirse un abismo sobrecogedor, con el mar rugiendo y el viento lanzando aullidos y ráfagas que incluso sin haber temporal, parecen querer arrancarnos del suelo y llevarnos volando hacia lugares desconocidos.
Finisterre hay que disfrutarlo de día y vivirlo de noche, cuando la magia de lo desconocido nos sobrecoge y nos fascina.
Cuenta la historia que dónde hoy se asienta el faro ya hubo otros antes, desde casi la noche de los tiempos, y que con sus luminarias prevenían a los barcos de la cercanía de una costa escarpada y difícil, tan complicada que en los últimos cien años ha sido testigo y causa de casi 150 naufragios.
También cuentan las malas lenguas que, en épocas de penuria, los habitantes de la zona apagaban el faro y encendían hogueras en otros puntos de la costa para hacer naufragar a los barcos y así poder apropiarse de sus cargamentos. Eran piratas de tierra, conocidos con el nombre de “raqueros”. Lo cierto es que nunca se ha podido demostrar esa mala fama, pero sí hay documentos que prueban, por el contrario, que muchos de los habitantes de Finisterre, se jugaron la vida para salvar las de otros cuando los barcos han naufragado en la zona.
Hoy, bajo la sombra de ese faro cuya luz se puede ver desde más de 30 millas, hay una señal que indica que nos encontramos en el kilómetro 0,0 del Camino de Santiago, no porque empiece ahí sino porque ahí finaliza para muchos que, después de abrazar al Apóstol en Santiago, deciden asomarse al infinito en este lugar cargado de magia y de historia.
Un poco tierra adentro, no podemos abstraernos al encanto de la Iglesia de Santa María de la Arenas, donde se guarda el Cristo de la Barba Dorada.
Cuenta la leyenda que fue Nicodemo, testigo presencial de la muerte de Jesucristo, quién esculpió la imagen de ese Santo Cristo, una imagen conmovedora por todo el dolor que expresa el rostro de Jesús.
Dice la tradición que hace mucho tiempo, un barco transportaba esa imagen hacia un destino desconocido y que a su paso por el “fin de la tierra”, se declaró una enorme tormenta. Para evitar naufragar por el peso que llevaban, los marineros arrojaron todo tipo de objetos al agua, entre ellos, esta imagen del Santo Cristo que, nada más caer al mar, hizo que la tormenta se calmara y el mar, antes terriblemente embravecido, se volviera tan liso y tranquilo como una balsa de aceite, depositando suavemente la imagen sobre el Ara Solis, que era el lugar donde los antiguos habían levantado altares al dios Sol.
Es una imagen, que tiene pelo, uñas y pestañas reales, impresiona con su piel hecha de lino tan extraordinariamente bien coloreado que parece humana y con sus brazos articulados de tal modo que permiten doblarlos como si también fueran reales.
La tradición dice que ese Santo Cristo cura enfermedades y protege a los marineros frente a los temporales estremecedores del “fin de la tierra”, de un Finisterre mágico, legendario, fascinante...