Luarca, un “castillo en el mar”, un “jardín del edén” y la emotiva declaración de amor de un Premio Nobel
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Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, un enorme barco que había arribado a un lugar de la costa cantábrica en el que dos enormes montañas daban cobijo a un pequeño puerto pesquero y que de él desembarcaron una bellísima arca para que los pescadores la custodiaran.
Esa misma noche, los vecinos se sobresaltaron al escuchar unos sobrecogedores aullidos. Cuando salieron para ver qué ocurría, encontraron a una manada de lobos postrados y aullando en torno al arca, entre ellos uno tan grande como nunca se había visto en esa zona, por lo que le llamaron “el lobo del arca” “llobu del arca” en bable, un nombre que más tarde abreviaron como Llobuarca y, finalmente en Luarca. Cuentan viejas historias que aquella singular y hermosa arca fue trasladada a Oviedo, pero nunca nadie la volvió a ver.
Así, es Luarca, nacida de una leyenda, cruzada por el río Negro y asomada a un Cantábrico, frecuentemente bravo que arremete con fiereza contra la base de la Atalaya, su punto más visible sobre el que en tiempos pasados se levantó una fortaleza defensiva.
Dicen que hace muchos años, los piratas berberiscos consiguieron llegar hasta allí sembrando el terror a su paso, especialmente Cambaral el más cruel de todos ellos, hasta que el señor que gobernaba la Atalaya, vistió a sus guerreros con la ropa de los pescadores, los subió a pequeñas lanchas y así, camuflados como hombre de la mar, pudieron derrotar a los berberiscos después de herir y apresar a Cambaral al que encerraron en las mazmorras de la fortaleza, ordenando que nadie curase sus heridas. La hija del señor de la Atalaya, desobedeciendo las órdenes de su padre, curó las heridas del pirata de que terminó enamorándose y, para evitarle una muerte segura, le ayudó a escapar huyendo con él. Enterado el padre de la joven, los esperó en las cercanías del puerto y allí, sobre el puente que cruza el río Negro, y que hoy se conoce como el Puente del Beso, mientras ellos permanecían abrazados, ordenó cortarles la cabeza y tirarlas al mar.
Sobre esa Atalaya, sin rastro de la legendaria fortaleza, se levanta la pequeña Ermita de la Blanca, que durante siglos hizo de faro porque hasta que se construyó el actual, cada noche se encendía un fuego en la torre de su campanario para advertir a los pescadores de la proximidad de la costa. En su interior, guarda una talla de la Virgen Blanca que, según la leyenda, fue encontrada por los pescadores en una cueva cercana.
En la ladera, un singular cementerio al que el Premio Nobel Severo Ochoa subía cada día desde la muerte de su esposa Carmen, para llevarle flores y dejar pequeñas notas de amor en la tumba en la que hoy reposan los dos bajo un epitafio escrito por él mismo y que es una emotiva declaración de amor: “Unidos toda una vida por el amor. Ahora eternamente vinculados por la muerte”.
Desde ahí, se puede ver la “Piedra del Óleo”, una enorme roca horadada por la fuerza del oleaje y que cuando la marea está alta, emerge del agua semejando un castillo en el mar cuyas olas van a morir a la Playa de Portizuelo, por la que Severo Ochoa paseaba a diario y en la que aseguraba haberse aficionado a la biología.
Muy cerca, también y perfectamente visible desde lo alto, hay todo un “jardín del edén” con árboles y plantas de los cinco continentes reunidas por el Marqués de San Nicolás de Noras y que conforman el jardín botánico privado más grande de Europa, el Jardín de Fonte Baixa, en el que helechos gigantes, cedros del Atlas, algarrobos milenarios, secuoyas, docenas de miles de azaleas y camelias… desafían los temporales y rodean de color las milenarias obras de arte traídas de toda Europa, como la Mesa de Leonardo da Vinci, todo ello coronado por una espectacular pirámide con un mirador desde el que disfrutar de la grandeza del Cantábrico y de la excepcional belleza de Luarca, donde lo mismo nos sorprenden los calamares gigantes de varios metros de longitud pescados en las proximidades de su costa, que nos emociona la memoria de Severo Ochoa, presente en cada esquina, especialmente en su casa museo.