Monasterio de Suso, con un santo milagroso, una santa emparedada y siete infantes decapitados
Ese monasterio es el lugar donde se hicieron algunas de las primeras anotaciones en castellano sobre textos en latín
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“Quiero hacer una prosa en román paladino, el cual suele el pueblo hablar con su vecino”. Así expresó Gonzalo de Berceo, su deseo de escribir de manera asequible y lo hizo en el Monasterio de Suso, donde fue instruido de niño y al que volvió como clérigo.
Ese monasterio es el lugar donde se hicieron algunas de las primeras anotaciones en castellano sobre textos en latín y donde él, lo empezó a utilizar para que sus escritos fueran entendidos por el pueblo llano, de ahí que, todavía hoy, utilicemos la expresión “en román paladino”, para decir que estamos hablando de algo de forma lo bastante clara como para que se nos entienda bien.
Este monasterio, pequeño y humilde si lo comparamos con el vecino Monasterio de Yuso, tiene, además de la importancia de haber acuñado el castellano como lengua, el encanto especial que emana de los lugares que hacen historia desde la sencillez.
Traspasar su puerta y encontrarse en el atrio, con unas espectaculares vistas sobre el valle mientras el viento se cuela entre los arcos, nos hace pensar en lo dura que tuvo que haber sido ahí la vida de San Millán y los otros eremitas que lo habitaron especialmente en sus inicios, con las cuevas abiertas y con el viento helador de las montañas nevadas entrando libremente y la de Santa Oria que, siendo casi una niña, pidió ser emparedada en una de ellas, en la que permaneció hasta su muerte a los 27 años, conectada con el mundo únicamente a través de una reja por la que le pasaban agua y comida y a través de la cual compartía oraciones y consejos con los peregrinos que llegaban al monasterio.
Ese monasterio, austero en las formas, fue tan grande en el fondo y con tal fama de milagrero, que a él peregrinaban desde gentes humildes a los más poderosos reyes, buscando protección, consejo y ayuda.
En el atrio abierto, sorprenden once tumbas, las de tres reinas, la de un maestro y alineadas, las de sus siete discípulos, Los Siete Infantes de Lara que, según la leyenda, fueron mandados asesinar por su propio tío quién, después de asesinarlos como venganza por una trifulca familiar, ordenó que les cortaran la cabeza y se las mostraran a su padre, preso en la Córdoba de Almanzor.
Aunque toda la historia forma parte de un cantar de gesta, parece ajustarse bastante a la realidad a tenor de varios escritos, inscripciones e incluso actas notariales levantadas en distintas épocas y que certifican que siete cabezas descansan en la Iglesia de Salas de los Infantes y siete cuerpos sin cabeza, los siete de los infantes, descansaban en las tumbas del atrio de Suso.
Dentro de este monasterio, impresionante en su sencillez y perdido en medio de una exuberante naturaleza, se conservan las primitivas cuevas de los eremitas y una escultura de alabastro que corresponde a la parte superior del sepulcro de San Millán, cuyos restos reposan en el cercano San Millán de la Cogolla desde que, por orden del rey, lo intentaran trasladar a Nájera, pero los bueyes que lo llevaban se plantaron en el lugar donde hoy se levanta, majestuoso, el Monasterio de Yuso del que, por cierto, Gonzalo de Berceo, el padre del castellano, fue administrador.