Madrid - Publicado el - Actualizado
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El triunfo de los talibanes ha vuelto a suscitar el debate sobre el lugar de la religión en la vida civil. Según algunos análisis superficiales, cuanto más en serio se toman los musulmanes su religión, más riesgo hay de que se incremente el fanatismo, incluso el yihadismo, en el mundo. Vuelve así una torpe idea que ha circulado en Occidente desde hace un par de siglos, y no referida sólo al islam. Es el tópico de que cuanta más presencia de Dios hay en la vida de las personas y de las sociedades, existiría más riesgo de que crezca la intolerancia hacia el otro, y de que la vida en común quede dominada por la violencia, o al menos por una sombra oscura que impide el desarrollo de las mujeres, de los niños y de cualquiera persona.
Es interesante observar que el islamismo se alimenta de una corriente de islam que no subraya la religiosidad, la relación con Dios, sino sus leyes. De hecho, algunos estudiosos han señalado que esta forma de entender el islam es en realidad una forma de “agnosticismo piadoso”, porque reduce la experiencia religiosa a una forma de moralismo o de legalismo, que se concreta en la obligación de que las mujeres lleven velo o burka, o que los hombres usen barba larga. El fanatismo no es consecuencia de una religiosidad verdadera, sino precisamente de lo contrario.
Nuestras democracias sólo serán maduras, como recordaba el filósofo agnóstico Jurgen Habermas, si incorporan la aportación sustancial de las grandes tradiciones religiosas. Es el concepto de laicidad positiva que acuñó Benedicto XVI y que sigue siendo una asignatura pendiente.