OPINIÓN
La más especial de mis 35 Ascensiones
Las fiestas picheleiras llegan con fuerza tras dos años en los que la pandemia impidió celebrar los festejos más caseros de Santiago
Santiago - Publicado el - Actualizado
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Nací en Santiago un 11 del 11 de hace 35 Ascensiones.
Me crie en el barrio de Sar, en una calle de sentido único en la que apenas había coches. Los niños corrían a su gusto, entre huertas y gallinas. Creábamos cabañas, jugábamos con la pelota al brilé, íbamos en bici, paseábamos por el monte recogiendo moras… y comiéndolas sin lavar.
Veíamos el fútbol en el campo del Fátima y en las noches del 24 de julio íbamos hasta un lavadero comunitario levantábamos la mirada y ahí estaba, la Catedral, tan propia, tan icónica, tan reina. Desde ahí, comiendo pipas y jugando a la pilla, un cielo de fuegos artificiales del Apóstol iluminaba nuestras caras llenas de felicidad.
Crecí en una zona muy rural, a un pasito del centro… en 5 minutos estabas en lo que entonces llamábamos “el pueblo”. Cuando había que hacer alguna gestión, ir al médico, al notario o al Concello, decíamos “tengo que bajar al pueblo”. Íbamos a comprar aviones de pica pica y demás chucherías al “tenducho”, una pequeña tienda de barrio y los vecinos nos saludábamos todos por nuestro nombre.
Tuve el inmenso placer de estudiar en la Colegiata de Sar. Todos los días veía desde la ventana esa iglesia singular, románica y familiar, con la cara amable de Don José recibiendo a todo el que pasase por allí. Las fiestas de Sar se celebraban allí, en la misma plaza, en esa plaza llena de historias y ya no de coches.
Eso fue mi Santiago de niña.
Después pasé por varios barrios: Fontiñas, Ensanche y Santa Marta… Cada uno con sus características distintas. He de confesar que nos emocionaba encontrar peregrinos extranjeros y explicarles por dónde seguía la ruta o dónde comer. Hablábamos en inglés o en francés… o en el idioma universal de “te explico esto con cariño, con mímica y con una sonrisa y a ver si así…” En el salón de mi casa oía los cánticos de los grupos que llegaban por la entrada sur de Compostela y se emocionaban al saberse cerquita de la meta. Digo de corazón que nunca me molestaron.
Recuerdo la primera vez que fui a ver el desfile del Entroido con la cara pintada y una camiseta customizada. No iba de nada en particular, iba a divertirme. ¡Y vaya que disfruté con esas carrozas llenas de colores y lo metidos que estaban en su papel los que competían por un premio! A raíz de eso quise disfrazarme y alquilé un disfraz en un pequeño almacén de Quiroga Palacios que era el paraíso del Carnaval.
También fui al estadio de San Lázaro a ver al Compos. Gritaba lo que escuchaba y miraba a mi alrededor buscando miradas cómplices de aprobación. La psicología de grupo… Aunque ningún improperio. Palabra.
Yo también crucé la estación de autobuses desde San Caetano a Rodríguez de Viguri para atajar y en las Navidades también compramos productos típicos de Cepeda, como hacía media Compostela. Además, recuerdo que mi vestido de comunión fue comprado en un negocio de Huérfanas que ahora ya no existe… como tantos otros comercios emblemáticos de la zona histórica.
Fui de las niñas que llenaban la Biblioteca Nova 33, en la Rúa Nova, nº 33… nombre poco original, pero efectivo. También reconozco que pasé demasiadas tardes soleadas en Bonaval. Quedaba con mis amigas a la salida del Doña Emma y me tocó esperar a gente en las escaleras del Zara de la Plaza de Galicia.
En mi época de salida nocturna sí había muchísima gente en la calle… recuerdo que los coches no podían pasar por Santiago del Estero de la cantidad de personas montando jaleo en la carretera. Los que peinen más canas que yo contarán otras historias… pero yo reconozco que mi época era la de Liberty los domingos y de recorrer, un poco mayor, los locales hosteleros con encanto, como el Momo, Paraíso Perdido o la Novena Porta.
Yo también me perdí en Follas Novas y fui con ganas de “algún libro de misterio”, “algún libro de historia de un país”, “algún libro de miedo” … Haciendo caso siempre de las recomendaciones del personal.
También cogía el tren en la estación del Hórreo para ir a la playa de Vilagarcía porque no tenía coche.
Estudié en la Universidad de Santiago, campus norte… y confieso que envidiaba a los del sur. Cerca del centro y mucha zona verde donde pasear. Hasta que descubres que Vista Alegre engancha.
Íbamos a comer al Romaño los domingos y también hice muchas paradas en el Tangueiro.
Di vueltas por Área Central por puro entretenimiento… y algunos amigos se sorprendían de cómo sabía dónde estaba cada cosa. Descubrí internet en el ciberchat y me puse hasta arriba de pizzas en Pizza móvil.
Pasé por el Obradoiro cometiendo el gran pecado de no mirar hacia arriba. Desde hace algún tiempo siempre me paro…aunque sean unos segundos para admirar lo que tengo frente a mí.
Me quejé del funcionamiento del autobús de Santiago… y me sigo quejando. De algunas frecuencias, del estado de los autocares, de cómo dolían las posaderas al pasar por Concheiros…
Cuando me saqué el carné también en mi familia me quisieron llevar a “practicar al Polígono del Tambre”. Y digo también porque asumo que esto es de primero de picheleiro, al igual que no dejar el paraguas en el paragüero en un día de mucha lluvia.
Comí donus en una excursión del cole a la Donuts y acompañé a familiares a esos bares donde aún sirven tazas por menos de un euro.
En las fiestas de la Ascensión monté en los coches de choque, en el Eolo, en el Saltamontes. Fui a aplaudir a los caballos y a degustar pulpo en la carballeira. Fui a ver tocar a la banda municipal de música y a aplaudir a los cabezudos. Me dejé llevar entre ríos de gente pasándolo pipa, hasta que tuvimos que darle al "pause". Un año en blanco y otro sin azúcar. Por eso en este 2022 hay más ganas que nunca de recuperar nuestros festejos. Para mí esta Ascensión es más especial que nunca porque ahora vivo la fiesta como madre y la revivo como niña. Tengo la oportunidad de volver a vivir las fiestas picheleiras como la primera vez, de experimentar la primera vez en los cochecitos y la noria, el primer algodón de azúcar, el primer espectáculo ecuestre.
Santiago me enamora en cada rincón y en cada momento. Con sus días lluviosos, sus peregrinos, su núcleo urbano y de repente su rural... sus piedras… Con permiso de nuestro obispo auxiliar, le voy a tomar prestada una reflexión preciosa: en Santiago, la piedra es uno más. Las piedras nos ofrecen suelo en el que caminar y se convierten en soportal en el que cobijarnos.
Hay quien, viviendo en algún lugar más amplio se ha mofado de “las cuatro calles de Santiago”. No saben que la identidad de Compostela es una mezcla perfecta de lo histórico y lo contemporáneo, de lo veterano con lo joven, de lo autóctono y lo foráneo. Santiago es una ciudad aldea y al revés. ¿Y eso es malo?
A Otero Pedrayo se le atribuye la frase de que Santiago es la aldea más grande de Galicia y de Europa. Y como cantó Fredi Leis: Santiago es un pueblo lleno de otros pueblos.
Es verdad que hay muchas cosas que mejorar en esta ciudad patrimonial… lo primero, nuestra autoestima.
Esta es mi historia. Una entre los miles de historias de los picheleiros, como yo, que llenan las páginas de la enciclopedia colectiva de Santiago. Hay millones de detalles que hacen de Compostela especial.
¡Qué suerte vivir en la mejor ciudad del mundo!
Feliz Ascensión, santiagueses. Feliz ciudad, habitantes de este lugar santo llamado Compostela.