El emotivo homenaje de Cristina L. Schlichting a su padre: “Felipe mío, que la gente sepa que te lo debo todo”

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Hay días, amigos, en que todo cambia. Y, de repente, un saludo alegre, “Buenos días España”, por ejemplo, hay que pensárselo. De súbito, lo que era costumbre buena y servía siempre, se frena. Y lo que se impone es un silencio.

¿Qué hace una locutora cuando lo que le brota es el silencio? ¿Qué hace una periodista cuando no puede contar? Es como un pájaro sin vuelo o una casa sin puertas.

O no. A lo mejor, el día en que se ha muerto tu padre es el día de mirar a los oyentes, a los que a menudo no ves como se merecen, y de pensar en ti misma y de dejar salir las palabras que hagan justicia al silencio, que hoy es lo único que te importa, y que se llama luto.

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Luto, luctum decían los romanos, lamentarse, llorar. Pero también es muy difícil lamentarse. Es imposible lamentarse cuando los sueños se han cumplido. ¿Cómo va a lamentarse una niña a la que su padre acostaba recitando la Sonatina de Rubén Darío? “La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa …” Y nos reíamos juntos con los pavos reales y los bufones y los príncipes de Golconda.

¡Y cómo te ha costado morirte papá!

¿Cómo va estar triste una niña a la que su padre, un pobre obrero de la posguerra, que se licenció en Derecho estudiando de noche y llegó a ser uno de los mejores abogados de siniestros y seguros de Madrid, convirtió en princesa? El príncipe cogió a la niña y la llevó por toooodos los museos de Europa. Le enseñó el nacimiento de Venus de Botticelli, y la Gioconda y La rendición de Breda. La acunó con la novena sinfonía de Beethoven y le enseñó el desgarro del canto jondo. ¿Cómo llorar hoy si Jorge Manrique venía diciéndonos, papá, lo que nos ha pasado, y si te despediste como Don Quijote, rodeado de los tuyos en la cama de casa, diciéndole a cada uno la frase justa y besando las manos del sacerdote?

¡Y cómo te ha costado morirte papá! Que no querías, que tú lo que querías, porque estás bien hecho, como te ha hecho Dios, es vivir. Querías seguir disfrutando de los caracoles de Amadeo en el rastro de Madrid, y seguir viendo la cornisa de Gredos, la que Unamuno llamaba la catedral de piedra. Y querías nadar al sol como el joven magnífico que fuiste y que me llevó en sus espaldas y subir las montañas en bicicleta. Querías… lo querías todo papá. Eso me has enseñado, a quererlo todo. A desearlo todo. A llevar un universo de anhelo en el pecho.

Querido padre, Felipe mío, que te conozca la gente, que sepa que yo te lo debo todo

¡Cómo te ha costado morirte, que no querías ni ver al cura en pintura porque lo de la campañilla y el responso te sonaba a muerto, y tú no querías ser un muerto!

Y luego vino el sacerdote Pedro Pablo con su moto y tú… tú que siempre fuiste hospitalario, pues qué ibas a hacer, sino saludarlo y dejarle entrar y hacerte pequeño y reconocer que eras eso… un moribundo. Y que sólo podías decir lo que dijiste. “Gracias Dios Mío”. “Creo en ti Jesús”.

Papá, ¿Qué hago hablando de ti en la radio? Pero dime, ¿de qué otra cosa se puede hablar en la vida sino de la muerte, cuando la muerte es así de bella, cuando te lleva a abrazarlo todo y a amar el infinito?

Querido padre, Felipe mío, que te conozca la gente, que sepa que yo te lo debo todo, que todo me lo has enseñado y que ahora me has enseñado a morir.

Papá, ¿cómo se puede estar triste y alegre a la vez?

Estamos, está mamá, estamos las hijas y los yernos y los nietos extrañamente tranquilos papá. Todo se ha cumplido. No caben más afecto ni más oraciones ni más agradecimiento por tu vida ni más orgullo de los tuyos.

En la tarde última me dijiste lo impensable, lo que sólo pude decir un tío que se viste por los pies. “Cristina, es interesante asistir a la propia muerte, es como un salto de circo”. Pensabas en el impulso desde el trapecio, ese instante en que se surca el aire a toda velocidad hasta caer, cuando te precipitas en el vacío y, antes de ser aferrado por el portor, experimentas un instante de vértigo. Qué valor.

Luego hablamos de la inexplicable manía de Dios de hacernos morir uno tras otro, que nos disgustaba a ambos, y de que convenía que preguntases arriba a tu amiga, Teresa de Ávila sobre estas cosas que no entendemos todavía.

Papá, ¿cómo se puede estar triste y alegre a la vez? ¿Cómo puede una niña que miraba las estrellas infinitas de noche, tumbada bajo el cielo de Gredos con su padre, llorar de pena y de alegría? He repasado la Sonatina y he llegado al final y ahora lo entiendo, mira, mira la estrofa final, la que casi nunca escuchaba porque me quedaba dormida oyéndote:

“Calla, calla princesa dice el hada madrina,

En caballo con alas, hacia acá se encamina,

En el cinto la espada y en la mano el azor,

El feliz caballero que te adora sin verte,

Y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,

a encenderte los labios con su beso de amor!”