'Crónicas perplejas': "El bar es una hermandad que empieza, más o menos, a la una de la tarde"

Habla Antonio Agredano de bares y de aperitivos

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Habla Antonio Agredano en sus 'Crónicas perplejas' en 'Herrera en COPE' de bares y de aperitivos

Antonio Agredano

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En esta sección de 'Herrera en COPE', Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus 'Crónicas perplejas'. 

En caso de duda, en caso de gran congoja espiritual, en caso de cierta desorientación vital, no hay mejor remedio que entrar en un bar. En los bares siempre pasan cosas. El bar está lleno de certezas. No es beber, que también, es mucho más. Como un club improvisado. Una comunidad anónima. Esas cañas muy frías que se deslizan por la barra. Esos leñazos de media tarde. Esos camareros como a mí me gustan, serios, sirviéndote el vino como Michael Laudrup daba las asistencias, mirando hacia otro lado. Esos niños correteando entre las mesas. Los altramuces. Los informativos en la televisión. Clientes con mono de trabajo. Los taburetes altos. Las pizarras. La vitrina con la ensaladilla.

Si fuéramos animales, los bares serían nuestra oquedad en el árbol, nuestra madriguera, nuestro refugio en la ribera del río, nuestro falso techo, nuestra cueva. Como ellos, buscamos calor entre la gente. Nos vamos soltando. Hablamos con desconocidos. Vamos rompiendo las ataduras con nuestras obligaciones. El bar es una hermandad que empieza, más o menos, a la una de la tarde. Con ese primer trago, con ese primer aperitivo. Esa pausa. Ese respirar por fin tras una semana larga.

En caso de zozobra, cuando ya el barco de nuestros días busca la costa con desesperación, hay una luz al fondo. Un faro lejano. Que nos dice: aquí es. Aquí estarás a salvo. En calma. Bien cuidado. Y allí llegamos, a ese bar con luces bajas, a ese bar con calidez precisa, y nos quitamos la chaqueta, y llamamos al camarero apenas levantando la mano. Y pedimos y nos sirven y bebemos como beben los náufragos en la orilla de un riachuelo. Y respiramos, aliviados, y a salvo de las rutinas.

Un bar es un lugar para el amor y para las risas. En un bar dejamos para mañana lo que podríamos hacer hoy. En un bar somos felices. Una felicidad, como casi todas, fugaz, ruidosa, íntima.

Y os digo una cosa: cuando muera, que inscriban en mi lápida: “La última, y nos vamos”, como resumen de mi dichosa existencia.

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