‘Crónicas perplejas’: “No hay vecino más peligroso que el vecino amable”

Habla Antonio Agredano de los vecinos, de las historias y los problemas que tenemos con ellos

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Antonio Agredano habla de lo difícil que son la relaciones con los vecinos en sus 'Crónicas perplejas'

Antonio Agredano

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En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus ‘Crónicas Perplejas’.

No hay vecino más peligroso que el vecino amable. Porque a la mala gente, se le ve venir. Pero a los simpáticos no se les cala hasta que no te la han jugado. El vecino amable siempre quiere algo. Empiezas riéndote con él en el portal, un rato, y acabas paseándole al perro, regándole las plantas y comprando la cerveza de la marca que a él le gusta.

Yo, lo reconozco, soy un vecino huraño. De esos que van y vienen con prisa sin detenerse demasiado en la vida de los demás. No hay nada más tenso para una comunidad que un vecino con tiempo libre. Sabe quién entra, quién sale, quién pone la música alta, conoce cada desconchón y cada humedad en las zonas comunes, sabe si subiendo la bicicleta has ensuciado el gotelé y, por su puesto, te riñe si dejas amarillear las plantas.

Y luego están los presidentes vocacionales. Esos que dan sentido a su vida con ese pequeño poder entre familias despistadas, propietarios tiesos y estudiantes que sólo quieren hacer sus botellones en paz. Esos que se presentaban a delegado de clase y que continuaron su carrera de éxito perpetuándose en el cargo, con su carpetilla de puerta en puerta, avisando de derramas para cambiar, por cuarta vez, la rampa de acceso al portal.

Mi consejo siempre es el mismo: con los vecinos es mejor no tratar, porque luego te encariñas, y esas historias siempre acaban mal. Sólo una vez me mostré iracundo con mis vecinos. Estaban de fiesta abajo. Eran las doce y media. Una noche de verano. Así que bajé en calzoncillos y grité: “Hombre, por favor, que ya tenemos una eda”. Se callaron de inmediato. Me pidieron perdón. Y yo subí a mi casa con más culpa que orgullo, porque mientras yo estaba cantándole nanas a mis hijos, queriendo dormir pronto por el trabajo del día siguiente y harto de ver series aburridas y estiradas como el chicle, ellos estaban pasándoselo bien, riendo, de cervezas y comiendo patatas fritas directamente de la bolsa. Claramente, les regañé por pura envidia. Pero eso, ellos no lo sabrán nunca.

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