'Crónicas perplejas': “Que mantengamos siempre esa curiosidad y esa candidez, aunque nos haga más vulnerables
Habla Antonio Agredano de aquellas creencias absurdas de nuestra niñez que también llegan a nuestra madurez
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En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus "Crónicas perplejas".
Es en la infancia cuando, con más nitidez, se ve la distancia que hay entre lo listos que nos creemos y lo ingenuos que somos. Luego crecemos y esa distancia se acorta. Pero no tanto como pensamos. De niños al menos tenemos la excusa de la inocencia. Pero ya de mayores, a ver cómo justificamos algunas cosas.
Por ejemplo: creer que una pulsera de plástico llamada Power Balance tenía unos beneficios extraordinarios. Aún recuerdo yo a un excuñado mío, esto es real, intentando mantenerse firme apoyado con una sola pierna en el salón de mis padres, como un flamenco en la marisma, para convencerme de que la Power Balance le daba más fuerza y equilibrio.
De pequeño es normal creer en cosas absurdas. Cuando tenía miedo me echaba la sábana por encima y me sentía seguro. No me tragaba los chicles porque se pegaban al estómago. O no me tragaba las pipas de la sandía porque sino me crecían por dentro. O eso de hacer cucamonas y que te dijera tu madre que te iba a dar un aire y te ibas a quedar con esa cara toda la vida. Pero a ver, que yo no me hago pipí en la piscina, no por civismo, sino porque creo que cuando salga voy a tener una mancha roja y delatora en el bañador.
El problema es cuando de grande, ya talludito, seguimos creyéndonos cosas absurdas. Creer que una pareja va a funcionar o no según si eres piscis o tauro. O creer que tomándote cada mañana un botecito de algo así como un yogurcito líquido tus defensas van a ser mejores. O los chacras. O apagar el wifi por las noches pensando que puede enfermarnos o no sé qué. O esas señoras que hablan muy alto a los turistas pensando que así las van a entender mejor.
Al final la niñez se alarga, a su forma, hasta la madurez. La ingenuidad, ya lo vemos, es patrimonio de todas las edades. Y está bien así. Que mantengamos siempre esa curiosidad y esa candidez, aunque nos haga más vulnerables. Aunque luego nos riamos. Como se ríen de mí en mi casa cuando se derrama la sal y me echo una poca por encima del hombro. ¿Qué diferencia hay entre eso y creer que en la piscina habían soltado pirañas, como pensaba de crío? Ya lo digo yo: Ninguna. La inocencia se expande como puede.
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