Luis del Val: “La gran virtud de Madrid es que a nadie preguntan de dónde vine, sino qué es lo que sabe hacer”

Hoy, día de San Isidro, Madrid despliega el tópico del chotis y la chulapona

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Luis del Val: “La gran virtud de Madrid es que a nadie preguntan de dónde vine, sino qué es lo que sabe hacer”

Luis del Val

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Madrid es tan escasamente provinciana que los provincianos que hemos venido a vivir a Madrid, en muy pocas ocasiones hablamos de la ciudad que nos ha acogido. Y Madrid es tan generosa que nunca se queja de este olvido y, al contrario, premia a sus acogidos, y hoy recibirá la medalla de oro de la ciudadCarmen Linares, nacida en Linares, Jaén, leyenda del flamenco, como la Niña de los Peines, y a la que acompañarán Juan Tamariz, al que se han rendido los públicos de Tokio, París, Londres, Chicago y Nueva York, y Andrés Rábago, El Roto, cuyas viñetas son lo más vitriólico en humor que se fabrica actualmente en España.

Hoy, día de San Isidro, Madrid despliega el tópico del chotis y la chulapona, pero lo que se proyecta hacia el exterior, lo que adviertes cuando vas a algún congreso internacional, en este o en otro continente, son otras cosas, como ese triángulo museístico Prado-Sofía- Thyssen, que atrae el turismo más selecto y de mayor poder adquisitivo que viene a España, o el prestigio de nuestros médicos y científicos, que son reconocidos y apreciados en todo el mundo, y cuyos nombres aquí nos son perfectamente desconocidos.

La gran virtud de Madrid, la que la ha convertido en una gran ciudad, es que, como sucede en Nueva York o en París, a nadie le preguntan de dónde viene, sino qué es lo que sabe hacer. Y, si lo hace bien, pasa a convertirse en un madrileño más, sin necesidad de superar otras aduanas.

Lástima que el centro de Madrid parezca cada día más una especie de corte de los milagros, ese París medieval lleno de mendigos, ladrones y prostitutas. Ladrones hay menos y las prostitutas han sido sustituidas por los manteros, pero hay mendigos variados, sin brazo, sin piernas, con un perro, con dos perros, incluso con un perro y un gato. Ayer, fui andando desde la plaza de España hasta el Casino de Madrid, y por la Gran Vía, Carmen y Preciados, había que andar con mucho, muchísimo cuidado, para no pisar la mercancía de los manteros, que ocupan más de media calle. De repente, esta ciudad abierta, generosa, conocida en todo el mundo, se constreñía a un ámbito deprimente, que jamás he visto ni en Nueva York, ni en San Petersburgo, ni en Viena, ni en París, donde los famosos clochards ya son una rareza. No creo que en esas ciudades asesinen a los pobres. Los acogerán, como hay que acoger al necesitado, pero esta insólita exhibición callejera de miserias y comercio ilegal, no creo que sea lo más representativo de Madrid, a no ser que se institucionalice gracias a la alcaldía. Y, en este ambiente, una anciana, que tocaba un viejo organillo, y que podría haber sido una imagen pintoresca en las fiestas de San Isidro, quedaba sumida en el magma de tullidos y manteros, como si fuera una componente más de esta corte de milagros que Madrid no se merece.

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