Para conduciros al encuentro con Dios

Escucha la Firma de José Luis Restán del lunes 9 de diciembre

Vista de la roseta y el órgano de la catedral de Notre Dame
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Escucha la Firma de José Luis Restán del lunes 9 de diciembre

José Luis Restán

Publicado el - Actualizado

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La reapertura de la catedral de Notre Dame es, para cualquier católico, y también para muchísima otra gente de buena voluntad, un motivo de alegría, sin peros. La forma en que se ha llevado a cabo nos deja también una serie de paradojas y plantea una serie de preguntas, a la Iglesia y a la sociedad europea. Notre Dame no es un museo ni un mero símbolo cultural, por potente que sea. Es una iglesia, más aún, una catedral. Por tanto, un lugar físico construido para reunir a la comunidad cristiana, presidida por su obispo (sucesor de los apóstoles) en la celebración de la Eucaristía.

Lo dijo preciosamente el Papa Francisco en un pasaje en el que se dirige específicamente a los fieles de París y de Francia: “quienes os precedieron en la fe lo construyeron para vosotros… para conduciros con mayor seguridad al encuentro con Dios hecho hombre y redescubrir su inmenso amor”. Así ha sido durante siglos en medio de convulsiones y violencias varias, a través de pestes y revoluciones. Y aquí está el primer desafío. Significativamente el Papa dice a los católicos parisinos de hoy: “vosotros sois sus piedras vivas”, y añadió: “que el renacimiento de esta admirable iglesia constituya un signo profético de la renovación de la Iglesia en Francia”.

Es cierto que la aguja, y las vidrieras, y las torres de Notre Dame, dan testimonio ante el mundo del diálogo dramático entre el corazón de los hombres y el misterio de Dios, y que cualquiera ha podido y podrá entrar en sus naves para asombrarse, para alzar la mirada al Cielo, para adentrarse en su propio entramado de alegría y de dolor. Millones de hombres y mujeres la visitarán anualmente y, la mayor parte, quizás no hayan oído hablar de esa Señora que le da nombre. Ese es otro reto. Pero, como dice el dominico André Candiard, el manto de María es suficientemente amplio para proteger a todos sus hijos, incluidos quienes no la conocen.

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