"La dana desencadenó la fuerza destructiva de la naturaleza, pero también la fuerza moral de la juventud"

Jorge Bustos recoge las sensaciones vividas tras visitar las zonas de Valencia más afectadas por la DANA

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Es la una, las doce en Canarias.

Vengo de Valencia con muchas imágenes grabadas en la retina. Ni quiero ni creo que pueda olvidarlas, la verdad. He tomado algunas de las escenas que he vivido estos días allí con el equipazo de Mediodía Cope y las he agrupado para sacar tres grandes conclusiones. A ver qué te parecen.

La primera es que la magnitud de la catástrofe es aún peor de lo que te puedas imaginar. Es aún peor de lo que ves en la pantalla de tu móvil. Hay que estar allí para darse cuenta. 

Hay que pisar ese barro, hay que contar los escombros que se acumulan en las calles -los coches apilados y los muebles formando auténticas montañas-, hay que respirar ese olor a podrido, hay que escuchar a las víctimas y hay que abrazar a innumerables voluntarios que están dando lo mejor de sí mismos.

Que cada día se levantan, se calzan sus botas y empuñan su pala y se encaran con el apocalipsis en Paiporta, en Catarroja, en Alfafar, en Massanassa, en La Torre. Algunas calles allí empiezan a recuperar vagamente su aspecto de calles, pero la tarea es ingente y va a durar muchos meses y va a costar muchos recursos. Y no tenemos a derecho a olvidarnos de las consecuencias de esta catástrofe ni un solo día.

La segunda conclusión es que la brecha entre la política y la sociedad civil es enorme. Eso tiene un lado bueno, porque la sociedad civil que yo he visto allí es moralmente bastante más sana que la clase política que conozco aquí. 

Llevamos años hablando de polarización, pero ese cainismo no ha permeado a la gente corriente. La polarización es una estrategia inducida en buena medida por un Gobierno en minoría y de la cual la oposición se acaba contagiando. 

Pero en las calles de Valencia el único fango que he visto es el físico, no el metafórico: allí todos arrimaban el hombro sin preguntar a nadie a quién votaban o si estaban más cabreados con Mazón o con Sánchez. No tiene tiempo para perderse en divisiones estúpidas y estériles.

Pero esa distancia entre el debate político y la sociedad civil tiene también un riesgo: que prenda la mecha de un nuevo movimiento populista que acabe llevándose al niño de la democracia junto con el agua sucia. 

Por supuesto esta catástrofe debe ayudarnos a repensar el Estado autonómico y a reparar sus obvias disfunciones para mejorar la coordinación en caso de emergencia; pero debemos darnos cuenta de que el problema no es tanto el diseño de nuestras instituciones sino la calidad moral y la capacidad gestora de las personas que las ocupan en un momento dado. 

Quizá debemos dejar de atender tanto a la maldita ideología y más al perfil personal y al currículum del candidato. Si nos gobiernan inútiles o sectarios, cambiémoslos; pero no nos carguemos el Estado porque Estado son también los soldados, los bomberos,

Los policías y los médicos, y porque la alternativa a la democracia es la dictadura del primer caudillo populista que empiece ahora a gritar que no nos representan y que él es la verdadera voz del pueblo. Ya sabemos cómo acaba eso.

Y una última conclusión. España tiene una juventud admirable, solidaria, currante. Están siendo los jóvenes los héroes morales de esta tragedia. Esos jóvenes, a menudo criticados por su presunta fragilidad o por su adicción a las pantallitas, no han dudado en aparcarlas para tomar la pala y el cubo cada día. 

Yo he visto estos días riadas enteras de ellos que salían de buena mañana y volvían al atardecer con el barro incrustado en las cejas. Y con una sonrisa. Y con la determinación de volver al tajo al día siguiente. La dana desencadenó la fuerza destructiva de la naturaleza, pero también ha desencadenado la fuerza moral de la juventud. Yo no sé qué votarán esos chavales. Pero sé que con ellos España tiene futuro.

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