"que ni el presidente de Israel ni el líder del país que liberó Auschwitz puedan estar hoy en esa foto, nos advierte de que la paz nunca está garantizada"

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“Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, después de que el gobierno alemán hubiera decidido, a causa de la escasez de mano de obra, prolongar la vida media de los prisioneros a los que iba a eliminar”. 

Así empieza el que quizá sea el mejor libro escrito nunca sobre el Holocausto, y eso que la llamada literatura concentracionaria (literatura de campo de concentración) es todo un género en sí mismo.

Se titula 'Si esto es un hombre' y lo escribió un joven químico italiano, de raza judía, que sobrevivió al horror nazi y se juró a sí mismo que dedicaría el resto de su vida a recordar a otros lo que allí sucedió.

Cuando estaba en el barracón, sobre una capa de excrementos humanos y entre los cuerpos como larvas de sus compañeros a punto de convertirse en cadáveres, Primo Levi tenía una pesadilla recurrente: que lograba sobrevivir, volvía a su pueblo, reunía a sus familiares y amigos y les contaba lo que había vivido en Auschwitz.

Y cuando lo intentaba, las palabras no acudían a su garganta. O peor: lograba contarlo, pero ni los suyos le creían. Esa pesadilla terminó haciéndose realidad. No querían escuchar su historia al acabar la guerra. Por eso se pasó el resto de su vida dando charlas en colegios italianos para que los chavales supieran hasta qué extremos de bestialización puede llegar el hombre movido por una ideología.

Y descubrió con tristeza que las nuevas generaciones no querían saber nada de aquello, o incluso que culpaban a los judíos de no haberse escapado. No comprendían la maquinaria implacable del horror totalitario.

Por eso Primo Levi terminó escribiendo un último libro más pesimista que el primero, en el que decía: “Para nosotros, hablar con los jóvenes es cada vez más difícil. Lo sentimos como un deber y a la vez como un riesgo: el riesgo de resultar anacrónicos, de no ser escuchados”.

Y quizá fue la constatación de que empezaba a sonar anacrónico lo que llevó a Primo Levi a suicidarse. El mismo hombre que había sobrevivido al infierno nazi acabó sus días arrojándose por las escaleras de su edificio. He releído algunas páginas de su impresionante testimonio en este 27 de enero de 2025, cuando se cumplen 80 años de la liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo, que construía sus propios campos o gulags al otro lado del telón de acero.

La foto en Auschwitz de hoy congrega a jefes de Estado de todo el mundo, incluido Felipe VI, pero no estarán ni Benjamin Netanyahu ni Vladimir Putin.

Sobre ambos pesan órdenes de arresto por crímenes de guerra emitidas por la Corte Penal Internacional. Que ni el presidente de Israel, el pueblo que padeció el intento de exterminio sistemático más atroz de la historia de la humanidad, ni el líder del país que liberó Auschwitz puedan estar hoy en esa foto nos advierte de que la paz nunca está garantizada, ni el recurso a la crueldad se supera de una vez para siempre.

Es exagerado comparar esta época de populistas bocazas con el auge de los totalitarismos del siglo pasado, pero no olvidemos que lo que cambian son las condiciones, no la naturaleza humana. Nadie está a salvo de que manipulen sus emociones y sus rencores contra un colectivo cualquiera, un colectivo previamente deshumanizado por el discurso de odio de ciertos líderes políticos llenos de ambición.

Salvando todas las distancias, porque nada es comparable al Holocausto, no olvidemos estas palabras de Primo Levi en su libro inmortal: “Ha sucedido, y por consiguiente puede volver a suceder. Esta es la esencia de lo que tenemos que decir”.

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