Decimotercera Estación: Jesús es bajado de la Cruz y puesto en brazos de su Madre

El cuerpo de Cristo, abrazo por su madre, descendido por sus amigos, viene a nuestro encuentro en cada Eucaristía. Se nos hace físico y real a través de la Iglesia en el pan y el vino, en su cuerpo y su sangre a los ojos de la fe. Viene a hacerse nuestro cuerpo con el suyo, a alimentarnos, a conformarnos por dentro, pero también físicamente. Como Iglesia. La Virgen María, abrazando el cuerpo de Jesús, nos recuerda que también nosotros podemos acoger el cuerpo del Señor Jesús en su Sacramento. Puedes abrazarlo si miramos con los ojos de la fe.


Madrid -

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Decimocuarta Estación: Jesús es sepultado

En el oscuro silencio del sepulcro, entre sábanas limpias y mortajas, el tiempo se detiene. Todo lo que alguna vez ha existido, todo lo que existirá, está en ese espacio vacío a oscuras que acoge el cuerpo muerto del Señor. La pasión, la cruz, la muerte, la entrega por amor, alló condensada donde el tiempo se hace espacio y el espacio se vacía, cruza toda la realidad como ondas que se expanden a través de todo lo que pueda llegar a existir, informándolo y conformándolo. En ese oscuro sepulcro está el misterio absoluto de Dios. No nos queda sino contemplar. Esperar. Recordar.

Duodécima Estación: Jesús muere en la Cruz

a condición creyente, y así nos lo enseña la misma muerte de Cristo, es la de abrazarse conscientemente a la muerte en una opción de confianza ante Dios. El grito de Jesús en la muerte es el grito del salmista que se entrega a la voluntad de Dios en un ejercicio de absoluta confianza. La muerte del Señor Jesús, con ese desgarrador grito, es al fin dejar a Dios que actúe. Saber que uno ya nada puede más que confiar. Que uno ha entregado absolutamente todo lo que era, hasta la propia vida, por amor a Dios. La muerte en cruz del Señor nos deja ante el silencio inmenso del que solo puede confiar en Dios. Cada muerte de nuestra vida, y morir duele, nos deja ante la situación sin aliento de no poder hacer otra cosa más que esperar en Dios. Y confiar en que jamás te abandona.

Undécima Estación: Jesús es clavado en la Cruz

Que el Señor Jesús pasase por criminal, que un aparente fracaso coronase sus años entregados a Dios y a los hombres, sigue siendo escandaloso. Que el único justo fuese ajusticiado explica el abandono por miedo de los suyos. Clavado entre salteadores y ladrones. Como un ladrón más. El mismo Dios haciéndose uno con todos los ajusticiados del tiempo. Es incomprensible y escandaloso. No es posible que nada pueda salvarse así. Hoy seguimos huyendo del escándalo que significa. Caemos en la tentación de dulcificar demasiado la cruz. La intentamos domesticar. La rebajamos, tantas y tantas veces, con nuestro exceso de emotivismo. Con nuestras palabras y nuestros gestos de creyentes. Estamos llamados a la felicidad y la alegría en el Señor, claro está, es lo que Dios desea para sus hijos, pero no nos atrevemos a acoger el misterio de la lógica de la cruz: solo desde el fracaso, solo desde la agonía, desde el escádalo, desde la incomprensión, podemos dejar a Dios que actúe según su misterio y su propia razón. Solo así no domesticaremos a Dios.

Décima Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras

Jesús, el Señor, nos muestra, te muestra que no es jamás una vuelta atrás la desnudez de la verdad. Él, que nunca nada ocultó, que siempre fue luz limpia de palabra y de signos para los demás, es desnudado como intento de humillarle, como consecuencia del egoísmo. Y sin embargo, en su desnudez, se muestra su plena luz de salvación. La cruz te trae la salvación. Ahí te vuelve a decir que sólo abrazando la verdad, solo acogiendo todo lo que eres, tan solo acogiéndole a Él, puedes alcanzar su luz y su salvación.

Novena Estación: Jesús cae por tercera vez

Una vez más. De nuevo. La sensación de no poder más. De volver a ser oprimido por el peso de lo que nos rodea. La impotencia como tentación a dejarnos postrados por el suelo, a dejar de levantarnos, a dejar de alzarse. A rendirse y bajar las manos. Líbranos de la tentación, Señor, de quedarnos postrados y caídos. Mirar a cómo el Señor de la vida, el Señor Jesús, volvía a caer, por tercera vez, por amor, bajo el peso de tantas caídas nuestras, abrir el corazón al inmenso amor de Jesús cayendo por nuestras caídas, es una llamada a que no todo está perdido. Ver cómo vuelve a levantarse, es una esperanza para cada día nuestro, una invitación a no olvidar que estamos llamados a vivir en pie, libres, no esclavos de nuestras caídas. Arriba, se acerca tu salvación.

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