Carta papal en el Centenario de la Máximum Illud

Papa Francisco

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Al venerable Hermano

Cardenal Fernando FILONI

Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos

El 30 de noviembre de 2019 se cumplirá el centenario de la promulgación de la Carta apostólica Maximum illud, con la que Benedicto XV quiso dar un nuevo impulso al compromiso misionero de anunciar el Evangelio. Corría el año 1919 cuando el Papa, tras un tremendo conflicto mundial que él mismo definió como una «matanza inútil»,[1] comprendió la necesidad de dar una impronta evangélica a la misión en el mundo, para purificarla de cualquier adherencia colonial y apartarla de aquellas miras nacionalistas y expansionistas que causaron tantos desastres. «La Iglesia de Dios es católica y propia de todos los pueblos y naciones»,[2] escribió, exhortando también a rechazar cualquier forma de búsqueda de un interés, ya que sólo el anuncio y la caridad del Señor Jesús, que se difunden con la santidad de vida y las buenas obras, son la única razón de la misión. Así, haciendo uso de las herramientas conceptuales y comunicativas de la época, Benedicto XV dio un gran impulso a la missio ad gentes, proponiéndose despertar la conciencia del deber misionero, especialmente entre los sacerdotes.

Esto responde a la perenne invitación de Jesús: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). Cumplir con este mandato del Señor no es algo secundario para la Iglesia; es una «tarea ineludible», como recordó el Concilio Vaticano II,[3] ya que la Iglesia es «misionera por su propia naturaleza».[4] «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar».[5] Para responder a esa identidad y proclamar que Jesús murió en la cruz y resucitó por todos, que es el Salvador viviente y la Misericordia que salva, «la Iglesia —afirma el Concilio— debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y de la inmolación de sí mismo»,[6] para que pueda transmitir realmente al Señor, «modelo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu pacífico, a la que todos aspiran».[7]

Este empeño de Benedicto XV, de hace casi cien años, así como todo lo que el Documento conciliar nos enseña desde hace más de cincuenta años, siguen siendo de gran actualidad. Hoy, como entonces, «la Iglesia, enviada por Cristo para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos, sabe que tiene que llevar a cabo todavía una ingente labor misionera».[8] A este respecto, san Juan Pablo II observó que «la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse», y que «una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio».[9] Por eso él, usando unas palabras que deseo ahora proponer de nuevo a todos, exhortó a la Iglesia a un«renovado compromiso misionero», convencido de que la misión «renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal».[10]

En la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, que recoge los frutos de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada para reflexionar sobre la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana, quise presentar de nuevo a la Iglesia esta urgente vocación: «Juan Pablo II nos invitó a reconocer que “es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio” a los que están alejados de Cristo, “porque esta es la tarea primordial de la Iglesia”. La actividad misionera “representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia” y “la causa misionera debe ser la primera”. ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia».[11]

Lo que quería decir entonces me parece que sigue siendo absolutamente urgente: «Tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos sirve una “simple administración”. Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un “estado permanente de misión”».[12] Con la confianza en Dios y con mucho ánimo, no tengamos miedo de realizar «una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se conviertan en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral solo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía, “toda renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo para no caer presa de una especie de introversión eclesial”».[13]

La Carta apostólica Maximum illud exhortó, con espíritu profético y franqueza evangélica, a salir de los confines de las naciones para testimoniar la voluntad salvífica de Dios a través de la misión universal de la Iglesia. Que la fecha ya cercana del centenario de esta carta sea un estímulo para superar la tentación recurrente que se esconde en toda clase de introversión eclesial, en la clausura autorreferencial en la seguridad de los propios confines, en toda forma de pesimismo pastoral, en cualquier nostalgia estéril del pasado, para abrirnos en cambio a la gozosa novedad del Evangelio. También en nuestro tiempo, desgarrado por la tragedia de las guerras y acechado por una triste voluntad de acentuar las diferencias y fomentar los conflictos, la Buena Noticia de que en Jesús el perdón vence al pecado, la vida derrota a la muerte y el amor gana al temor, llegue también con ardor renovado a todos y les infunda confianza y esperanza.

Con estos sentimientos, y acogiendo la propuesta de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, convoco un mes misionero extraordinario en octubre de 2019, con el fin de despertar aún más la conciencia misionera de la missio ad gentes y de retomar con un nuevo impulso la transformación misionera de la vida y de la pastoral. Nos podremos disponer para ello, también durante el mes misionero de octubre del próximo año, para que todos los fieles lleven en su corazón el anuncio del Evangelio y la conversión misionera y evangelizadora de las propias comunidades; para que crezca el amor por la misión, que «es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo».[14]

A usted, venerado Hermano, al Dicasterio que preside y a las Pontificias Obras Misioneras confío la tarea de preparar este evento, especialmente a través de una amplia sensibilización de las Iglesias particulares, de los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, así como de las asociaciones, los movimientos, las comunidades y otras realidades eclesiales. Que el mes misionero extraordinario sea un tiempo de gracia intensa y fecunda para promover iniciativas e intensificar de manera especial la oración —alma de toda misión—, el anuncio del Evangelio, la reflexión bíblica y teológica sobre la misión, las obras de caridad cristiana y las acciones concretas de colaboración y de solidaridad entre las Iglesias, de modo que se avive el entusiasmo misionero y nunca nos lo roben.[15]

Vaticano, 22 de octubre de 2017

Domingo XXIX del tiempo ordinario

Memoria de san Juan Pablo II

Jornada Misionera Mundial

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