PAPA FRANCISCO A LOS RELIGIOSOS EN EGIPTO

Sed luz y sal de esta sociedad

Deentro de su viaje a Egipto, Francisco mantenía su encuentro con los seminaristas, sacerdotes y religiosos. En su alocución el Pontifice pronunció estas palabras:

A priest gives Sacramental bread to a faithful during a mass led by Pope Francis in Cairo

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

7 min lectura

Beatitudes,

queridos hermanos y hermanas:

Al Salamò Alaikum! / La paz esté con ustedes.

«Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Cristo ha vencido para siempre la muerte. Gocemos y alegrémonos en él».

Me siento muy feliz de estar con ustedes en este lugar donde se forman los sacerdotes, y que simboliza el corazón de la Iglesia Católica en Egipto. Con alegría saludo en ustedes, sacerdotes, consagrados y consagradas de la pequeña grey católica de Egipto, a la «levadura» que Dios prepara para esta bendita Tierra, para que, junto con nuestros hermanos ortodoxos, crezca en ella su Reino (cf. Mt 13,13).

Deseo, en primer lugar, darles las gracias por su testimonio y por todo el bien que hacen cada día, trabajando en medio de numerosos retos y, a menudo, con pocos consuelos. Deseo también animarlos. No tengan miedo al peso de cada día, al peso de las circunstancias difíciles por las que algunos de ustedes tienen que atravesar. Nosotros veneramos la Santa Cruz, que es signo e instrumento de nuestra salvación. Quien huye de la Cruz, escapa de la resurrección. «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien darles el reino» (Lc 12,32).

Se trata, por tanto, de creer, de dar testimonio de la verdad, de sembrar y cultivar sin esperar ver la cosecha. De hecho, nosotros cosechamos los frutos que han sembrado muchos otros hermanos, consagrados y no consagrados, que han trabajado generosamente en la viña del Señor. Su historia está llena de ellos.

En medio de tantos motivos para desanimarse, de numerosos profetas de destrucción y de condena, de tantas voces negativas y desesperadas, sean una fuerza positiva, sean la luz y la sal de esta sociedad, la locomotora que empuja el tren hacia adelante, llevándolo hacia la meta, sed sembradores de esperanza, constructores de puentes y artífices de diálogo y de concordia.

Todo esto será posible si la persona consagrada no cede a las tentaciones que encuentra cada día en su camino. Me gustaría destacar algunas significativas. Ustedes las conocen porque estas tenciones han sido bien descritas por los primeros monjes en Egipto.

1- La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El Buen Pastor tiene el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10,3-4), de conducirla hacia verdes prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por la desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?». Está siempre lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su corazón está roto. Saber ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4.6.18).

2- La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a los demás: por las carencias de los superiores, las condiciones eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el consagrado es aquel que con la unción del Espíritu transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar. Por eso el Señor, dirigiéndose a los pastores, dice: «fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes» (Hb 12,12; cf. Is 35,3).

3- La tentación de la murmuración y de la envidia. ¡Esta es fea eh! El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración. Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están creciendo, y cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les quita su valor. La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es el instrumento y el arma.

4- La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra en la diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento, compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la pereza. Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado. Aprendamos de los santos Pedro y Pablo a vivir la diversidad de caracteres, carismas y opiniones en la escucha y docilidad al Espíritu Santo.

5- La tentación del «faraonismo», ¡Estamos en Egipto!... es decir, de endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo entre los discípulos, los cuales —dice el Evangelio— «por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34). El antídoto a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).

6- La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12,12-27; Lumen gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.

7- La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El consagrado pierde su identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2,4). En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la Iglesia es la de ser coptos —es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces— y ser católicos —es decir, parte de la Iglesia una y universal—: como un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo.

Queridos consagrados, hacer frente a estas tentaciones no es fácil, pero es posible si estamos injertados en Jesús: «Permanezcan en mí, y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí» (Jn 15,4). Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos. Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en su misión. La calidad de nuestra consagración depende de cómo sea nuestra vida espiritual.

Egipto ha contribuido a enriquecer a la Iglesia con el inestimable tesoro de la vida monástica. Los exhorto, por tanto, a sacar provecho del ejemplo de san Pablo el eremita, de san Antonio Abad, de los santos Padres del desierto y de los numerosos monjes que con su vida y ejemplo han abierto las puertas del cielo a muchos hermanos y hermanas; de este modo, también ustedes serán sal y luz, es decir, motivo de salvación para ustedes mismos y para todos los demás, creyentes y no creyentes y, especialmente, para los últimos, los necesitados, los abandonados y los descartados.

Que la Sagrada Familia los proteja y los bendiga a todos, a su País y a todos sus habitantes. Desde el fondo de mi corazón deseo a cada uno de ustedes lo mejor, y a través de ustedes saludo a los fieles que Dios ha confiado a su cuidado. Que el Señor les conceda los frutos de su Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23).

Los tendré siempre presentes en mi corazón y en mis oraciones. Ánimo y adelante, guiados por el Espíritu Santo. «Este es el día en que actúo el Señor, sea nuestra alegría». Y por favor, no se olviden de rezar por mí.

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