La alegría de la fe: JESUCRISTO (2)
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Mons. Braulio Rodríguez En nuestra explicación del contenido de la fe cristiana estamos hablando de Jesucristo, el Hijo de Dios. No podemos hacer aquí ni siquiera una cristología en pequeño. Necesariamente hemos de ceñirnos a algunos puntos esenciales de lo que significa Jesucristo para nosotros, siguiendo la Santa Escritura leída en la tradición de la Iglesia. Un rasgo de Jesús es que Él se presenta a sus contemporáneos de modo sencillo; Él es ciertamente importante, pero como rey de los pobres y de la paz. Lo entendemos si nos adentramos en lo que sucedió el domingo de Ramos en su entrada en Jerusalén. Me parece que este episodio es clave para comprender el misterio de la persona de Jesús.
Cuando después de la Pascua, sus discípulos repasaron con una mirada nueva aquellas jornadas agitadas de la Semana Santa, la entrada de Cristo en la Ciudad Santa se vio con nueva luz. Jesús entra montado en un asno, es decir, en un animal de la gente sencilla y común del campo, y demás no le pertenece, lo pide prestado. No llega como los grandes del mundo. San Juan dice que, en un primer momento, sus discípulos no lo entendieron. Sólo después de la Pascua cayeron en la cuenta de que, actuando así, Jesús cumplía los anuncios de los profetas. Basta leer al profeta Zacarías, al que cita el cuarto evangelista: "No temas, hija de Sión; he aquí que viene tu Rey, sentado sobre un pollino de asna" (Zac 9,9).
Pero el profeta afirma tres cosas sobre ese futuro rey. En primer lugar, dice que será rey de los pobres, pobre entre los pobres y para los pobres. La pobreza se entiende aquí en la perspectiva de la primera bienaventuranza de Cristo. Uno puede ser materialmente pobre, pero tener el corazón lleno de afán de riqueza material y del poder que deriva de la riqueza. Precisamente el hecho de que vive en la envidia y en la codicia demuestra que, en su corazón, pertenece a los ricos. La pobreza, en el sentido que le da Jesús ?el sentido de los profetas-, presupone sobre todo estar libres interiormente de la avidez de posesión y del afán de poder. Ante todo, se trata de la purificación del corazón, poniéndose bajo la mirada de Dios y dejándose guiar por Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (cf 2 Cor 8,9).
En segundo lugar, el profeta Zacarías nos muestra que este rey que entre en Jerusalén será un rey de paz; hará desaparecer los carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. En Jesús esto se hace realidad mediante el signo de la cruz. Es el arco roto, el nuevo y definitivo y verdadero arco iris de Dios, que une el cielo y la tierra y tiende un puente sobre los abismos. La nueva arma, que Jesús pone en nuestras manos, es la cruz, signo de reconciliación, de perdón, signo del amor que es más fuerte que la muerte. Esto lo desconoce la cultura dominante; es más, les parece un signo de debilidad, propia de espíritus poco fuertes. Pero nosotros, cada vez que hacemos la señal de la cruz debemos acordarnos de no responder a la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; debemos más bien recordar que sólo podemos vencer al mal con el bien y jamás devolviendo mal por mal.
Una tercera afirmación del profeta es el anuncio de la universalidad. Zacarías dice que el reino del rey de la paz se extiende "de mar a mar (?) hasta los confines de la tierra". La antigua promesa de la tierra, hecha a Abraham y a los Padres, se sustituye aquí con una nueva visión: el territorio del rey mesiánico ya no es un país determinado, que luego se separaría de los demás y, por tanto, se pondría inevitablemente contra otros países. Su país es la tierra, el mundo entero. Atravesando con la mirada las nubes de la historia que separaban al profeta de Jesús, vemos cómo de lejos emerge en esta profecía la red de comunidades eucarística que abraza a la tierra, a todo el mundo.
La Iglesia, en efecto, es una red de comunidades que constituyen el "reino de paz" que quiere Jesús de mar a mar hasta los confines de la tierra. Él llega a todas las culturas y a todas las partes del mundo, adondequiera, a las chozas miserables y a los campos pobres, así como al esplendor de las catedrales. Jesucristo, el Único, con todos los orantes reunidos, en comunión con Él, y unidos entre sí, forma un único cuerpo. Y Cristo domina convirtiéndose Él mismo en nuestro pan y entregándose a nosotros. De este modo construye su Reino.
+Braulio Rodríguez
Arzobispo de Toledo
Primado de España