Carta del arzobispo de Burgos: «Crecer en el amor es caminar en santidad»

La santidad es un camino del que hemos de aprender cada día, en primer lugar, recibiendo y dejándonos transformar por el amor de Dios

marioiceta

Redacción digital

Madrid - Publicado el

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El Señor nos eligió a cada uno de nosotros y escribió en su corazón nuestros nombres «para que fuéramos santos e irreprochables ante Él por el amor» (Ef 1, 4). Una llamada al amor, es decir, a la santidad que va ligada, por añadidura, a la alegría y la entrega en la vida ordinaria, para que seamos testigos valientes del Evangelio allá donde la llama de la fe se encuentre insegura, sofocada o en ruinas.

La alegría del cristiano «no es la emoción de un momento o simple optimismo humano», sino «la certeza de poder afrontar cada situación bajo la mirada amorosa de Dios, con la valentía y la fuerza que proceden de Él». Con estas palabras, pronunciadas hace justamente un año por el Papa Francisco, conmemoramos la preciosa fecha que celebramos este martes: la festividad de Todos los Santos.

Este día ponemos sobre el altar, junto al Cuerpo y la Sangre del Señor, a los santos conocidos que ya interceden desde los jardines del Cielo y a los santos anónimos que, de manera silenciosa y entregada sembraron y siembran la plenitud del Evangelio en los terrenos más variados de la vida cotidiana.

En este sentido, conviene volver la mirada a tantos santos que nos preceden, hombres y mujeres de corazón sencillo que escribieron –con la tinta de sus propias vidas– las páginas más bellas de la historia sagrada: testigos vivos que fueron hilvanando, con amor, confianza y humildad, cada uno de sus versos.

Y no solo ponemos el recuerdo en los santos que la Iglesia tiene inscritos en el libro sempiterno de su historia, sino también en los de la puerta de al lado: hombres y mujeres que, desde la bondad de sus miradas y corazones, deciden escuchar –en lo más hondo de su ser– la voz delicada del Espíritu de Dios y ponerla en práctica. Estos se dejan encontrar, una y otra vez, por el amor del Padre para, así, vivir las Bienaventuranzas como una profecía de una humanidad nueva que desea vivir en clave de santidad.

En lo profundo del castillo interior siempre hay Alguien más, recordaba una y otra vez santa Teresa de Jesús. Ella, la incansable andariega del Amor, decía que «el Espíritu Santo, como fuerte huracán, hace adelantar más en una hora la navecilla de nuestra alma hacia la santidad, que lo que nosotros habíamos conseguido en meses y años remando con nuestras solas fuerzas». Y es ahí, en los brazos del Espíritu, donde debemos poner nuestra confianza para abrazar la santidad a la que Dios nos llama. Y hemos de hacerlo sin desfallecer, a la manera de Dios, con los ojos puestos en Cristo como punto de partida de todo el proceso de nuestra vida (cf. Hb 12, 9).

La santidad es un camino del que hemos de aprender cada día. ¿Cómo? En primer lugar, recibiendo y dejándonos transformar por el amor de Dios. Y, después, en ese amor, dándonos del todo, sin dejarnos nada por hacer si en medio de la tarea está el amor que se hace servicio y entrega. De este modo nos damos cuenta de que la santidad se refleja en el rostro de Dios que, colmado de belleza, sale a nuestro encuentro en la vida ordinaria, en el pan nuestro de cada día, en esos terrenos difíciles de transitar donde, en ocasiones, sobrevive velado el mensaje siempre lleno de vida y esperanza de Jesucristo.

El Santo Padre, en su encíclica Gaudate et exultate, propone un camino para celebrar este día de Todos los Santos. Esta es la senda: «Ser pobre en el corazón, esto es santidad. Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad. Saber llorar con los demás, esto es santidad. Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad. Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad. Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad. Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad. Aceptar cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas, esto es santidad» (GE, 3).

Ponemos este día en las manos de la Bienaventurada Virgen María y le pedimos que, a la luz del Magníficat, ponga en nuestros ojos esa mirada de Madre buena que «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1, 52). Que el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, donde superamos la barrera del dolor y de la muerte, nos abra el corazón hasta el extremo, hasta que podamos comprender que solo la entrega cotidiana por vivir en santidad es garantía de verdadera felicidad.

Con gran afecto, pido a Dios que os bendiga y os deseo un feliz día de Todos los Santos.

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