Carta del obispo de Segovia: «Discípulos y misioneros»

En este tercer domingo de Cuaresma, César Franco reflexiona sobre el encuentro de Jesús con la samaritana y nos invita a dejarnos por convertir con el agua viva de su palabra

cesarfrancomartinez

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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El Papa Francisco ha definido al cristiano con el binomio «discípulo misionero». Ninguna de las dos facetas puede olvidar quien sigue a Cristo con fidelidad y coherencia. Si se es verdadero discípulo, el cristiano se siente enviado a la misión. Si es misionero, debe recordar siempre su condición de discípulo para no caer en la tentación de anunciarse a sí mismo.

En este domingo de Cuaresma leemos el Evangelio de la mujer samaritana que se encuentra con Jesús en el pozo de Jacob. Aunque parece un encuentro fortuito, está muy previsto en el plan de Jesús. Quiere pasar por Samaria para llevar la buena noticia de la salvación. La samaritana se convertirá en su embajadora, pero antes tiene que llegar a ser discípula de Jesús y conocer quién es él.

Jesús, cansado del camino, se sienta junto al pozo y, cuando llega la samaritana, le pide que le dé de beber. La enemistad entre judíos y samaritanos hace que la mujer recele del judío, pero Jesús aprovecha esta circunstancia para ofrecer a la samaritana un agua mejor que la del pozo de Jacob. Le ofrece agua viva. Sorprendida por este ofrecimiento y viendo que Jesús no tiene ni un cubo para sacar agua, entra en la dinámica de Jesús y le pregunta por el origen del agua misteriosa. De repente, Jesús cambia de conversación y pide a la mujer que llame a su marido. Ella responde que no tiene marido y Jesús le revela que conoce su situación vital: cinco ha tenido y el actual no es su marido. Esta revelación hace que la mujer reconozca que Jesús es un profeta y, por esta razón, le pregunta sobre el culto que hay que dar a Dios. Del problema personal se pasa al problema religioso, que es definitiva el problema esencial de todo hombre. Cuando el hombre entra en su interior puede entender que el culto auténtico a Dios, el que Jesús propone a la samaritana, solo puede darse en el espíritu y en la verdad. Estas dos palabras —Espíritu y Verdad— son fundamentales en el evangelio de Juan. Deben escribirse con mayúsculas. No se deben adjetivar como si Jesús dijera que tenemos que ser espirituales y veraces (lo cual debe darse por supuesto). El Espíritu del que habla Jesús es el Espíritu de Dios y la Verdad es él mismo, como dirá más adelante en el evangelio: yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Sólo quien se deja llevar por el Espíritu de Dios puede llamarse hijo de Dios y sólo quien vive de la Verdad de Cristo puede encontrarse a sí mismo y dar culto a Dios.

Cuando la mujer entiende esto, deja su cántaro en el pozo y se dirige a su pueblo para anunciar que un hombre le ha revelado el secreto de su vida y, posiblemente, sea el Mesías. De discípula de Cristo se ha convertido en su eficaz misionera. Los vecinos entonces van a buscar a Jesús y le piden que se quede con ellos unos días. Al final, los samaritanos terminan acogiendo la palabra de Jesús y proclaman que es «el Salvador del mundo». No cabe duda de que el evangelista ha querido mostrar cuál es el proceso mediante el cual un pagano se convierte en discípulo de Cristo y, por consiguiente, en un misionero comprometido.

En nuestro itinerario cuaresmal, la iglesia nos invita, con el ejemplo de la samaritana, a dejarnos convertir por Cristo bebiendo el agua viva de su palabra y comunicando a los demás la experiencia gozosa del evangelio. Es posible que también nosotros necesitemos que Cristo lea en nuestro interior y nos revele cuál es el camino para adorar a Dios en Espíritu y en Verdad. Dicho de otra manera: si Jesús nos pide beber el agua de nuestra vida, aprendamos que él nos ofrece un agua viva, la única que puede saciar la sed de felicidad que hay en el corazón humano. Solo hay que estar atento a que Cristo se cruce en nuestro camino.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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