Y ahora ¿qué?, por Isaac Martín

Y ahora ¿qué?, por Isaac Martín

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Ha terminado la Pascua. Cincuenta días de gozo profundo tras la celebración del Misterio de la Pasión y Muerte del Señor en Semana Santa, a la que llegábamos tras cuarenta intensos días de preparación cuaresmal, que hemos culminado con la celebración de Pentecostés. La mayor parte de todo este largo tiempo ha coincidido con el confinamiento forzoso derivado de la pandemia del COVID. Volvemos al tiempo ordinario a nivel litúrgico y, paulatinamente, estamos también regresando a nuestra vida rutinaria, rebautizada artificialmente como "nueva normalidad". Superamos el encierro total ?aunque persiste la incertidumbre sobre si nos veremos obligados de nuevo a ello?; en el camino se han quedado miles de personas ?a algunas de ellas las conocíamos con nombre y apellidos, la ausencia de todas nos sigue doliendo?; no pocos han perdido su medio de vida. En definitiva, esa normalidad no será tal para muchos hermanos nuestros. Con este contexto, a medida que vamos saliendo del aislamiento, puede que surja en nosotros esta pregunta: y ahora, ¿qué?

La respuesta a la misma ha de tener muy presente esta concreta realidad a la que, como creyentes, no podemos dar la espalda. Junto con ello, se abren nuevos retos para nuestra acción como Iglesia: de un lado, aumentan las injusticias, perdemos libertades, los márgenes de las periferias existenciales crecen imparables; de otro, siguen surgiendo dudas interiores y nos abrimos a la trascendencia con nuevos interrogantes. Denunciar y anunciar; acompañar y transformar; fortalecernos y cambiar. Estos son los principales verbos que han de ocupar nuestro compromiso creyente.

Efectivamente, ser Iglesia en Salida se concreta en responder, desde el discernimiento, a los desafíos que se plantean en cada momento de la Historia: unos son nuevos, otros vienen de lejos; todos han de formar parte de nuestras prioridades, porque nada de lo humano nos puede ser ajeno. La gran tentación en la que podemos caer como miembros de la Iglesia en este momento sigue siendo aquella de la que nos advertía Christifideles Laici: quedarnos recluidos en nuestras comunidades y centrarnos en las tareas intraeclesiales, renunciando a nuestra responsabilidad en el mundo profesional, social, económico, cultural y político y, por ende, dando la espalda a los pobres y excluidos; o legitimar la separación entre fe y vida, contraponiendo la acción temporal a la acción evangélica, como si fueran dos realidades paralelas.

El Congreso de Laicos nos ha enseñado que nuestra fe es un todo y nos ha marcado el camino con cuatro itinerarios ?primer anuncio, acompañamiento, procesos formativos y presencia en la vida pública? que abarcan nuestra misión, son inseparables y nunca pueden considerarse aisladamente. Anunciar a Jesucristo no es incompatible con hacerse presente en las estructuras sociales para tratar de cambiar la realidad; acompañar a cuantos sufren y necesitan de nosotros, atendiendo sus necesidades, no excluye formarse y profundizar en aquello en lo que creemos; vivir la fe en el seno de la comunidad eclesial no resulta contrapuesto con salir al encuentro del otro para acompañarlo en su existencia? La clave, como en todo, está en el discernimiento personal y comunitario, en comprender a qué estamos llamados particularmente cada uno de nosotros y cómo han de moldearse nuestras comunidades para responder a lo que se espera de ellas.

En este sentido, las palabras del Papa Francisco el pasado domingo en su homilía de la Misa de la Solemnidad de Pentecostés nos ofrecen mucha luz: "El Espíritu Santo es la unidad que reúne a la diversidad". Somos diversos, pero hemos sido unidos por el Espíritu. Lo que hacemos cada uno de nosotros lo hacemos en cuanto Iglesia. Ello exige unidad y responsabilidad. Con esta perspectiva, la respuesta a la pregunta que planteábamos al inicio es más evidente: hemos de responder a los retos que nos plantea la realidad actual desde el Espíritu y con la unidad que Él nos proporciona como miembros de un mismo Pueblo de Dios. Comencemos por ahí; lo demás, irá viniendo por añadidura.