Desconcierto entre los discípulos del Mesías: ¿Por qué Jesús tiene que morir en la cruz?

Cafarnaún, de nuestro enviado especial, Manuel Cruz

Desconcierto entre los discípulos del Mesías: ¿Por qué Jesús tiene que morir en la cruz?

Manuel Cruz

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El anuncio de Jesús de que debía sufrir mucho y morir a manos de los sacerdotes y ancianos del Templo, dejó literalmente fuera de lugar a sus discípulos, que no podían concebir que El, el Mesías esperado por el pueblo judío, tuviera que morir sin haber instaurado antes el Reino que venía predicando desde el principio de su vida pública. Pero este desconcierto demostraba, en realidad, su desconocimiento de las Escrituras, donde se describen, con todo detalle, lo que el Mesías debía padecer.

Por otra parte, los discípulos, que eran judíos practicantes, celebran cada año el Día de la Expiación, uno de las fiestas más solemnes de Israel, en la que sacrificaban ante el altar machos cabríos y otros animales como holocausto para el perdón de los pecados cometidos durante todo el año. Es decir, que están perfectamente al corriente de la costumbre de derramar sangre sobre el altar del templo como signo de expiación. Otra cosa es que el propio Isaías recriminara a los sacerdotes los sacrificios de carneros que ofrecían en el templo, cuando el Señor lo que quiere es "que se aplique la justicia y se defienda a la viuda y al huérfano". Y que el mismo Jesús afirmara con rotundidad que "amar a Dios de todo corazón, entendimiento y alma, asi como amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios..."

Lo que no podían imaginar siquiera los discípulos era que fuese el mismo Hijo de Dios quien ofreciera su vida como rescate de los pecados de todo el pueblo y, por ende, del mundo entero. Además, tampoco acababan de entender lo que Jesús les había dicho al menos en tres ocasiones: que resucitaría al tercer día. ¿Cómo sería eso? Ellos mismos, sin embargo, había visto cómo el Maestro resucitó a Lázaro, el hermano de Marta y María, que llevaba tres días sepultado, así como a la hija del rabino Jairo y al hijo de una pobre viuda. Lo que, en el fondo, no entraba en su mente era cómo iba a ser el Reino anunciado por Jesús cuando les habia dejado ya bien claro que si querían seguirle debían tomar antes su propia cruz. ¿Era esa la felicidad que les esperaba?

Estas cábalas se hacían mientras caminaban hacia Jerusalén, justo después de que Jesús hubiera tenido un gesto con tres de sus discípulos más cercanos: Pedro y los hermanos Santiago y Juan. Me lo ha contado el propio Juan: Se los llevó a un monte -el Tabor- donde se transfiguró ante ellos mientras hablaba con Moisés y Elías y entonces una voz venida del Cielo que exclamó "¡Este es mi Hijo, muy amado, escuchadle...!" Fue como un destello de la Gloria destinado a reconfortar a sus más próximos discípulos, a los que, ya pasado ese momento inolvidable, Jesús volvió a anunciarles su muerte , con un añadido que los dejó profundamente inquietos: que sería entregado en manos de los hombres, es decir, "traicionado". Pero tampoco se atrevieron a preguntarle quién sería capaz de semejante felonía. ¿Por qué no se atrevieron? ¿Temían acaso su respuesta? ¿Sería alguno de ellos el traidor?

Antes de dirigirse a Jerusalén, Jesús quiso pasar de nuevo por su casa de Cafarnaún, para ver a su Madre. Llama poderosamente la atención el hecho de que, en el camino, los discípulos llegaran a olvidarse por completo del anuncio de la cruz que ellos mismos sufrirían y se pusieron a discutir quien sería el más grande de ellos en el Reino de Dios. Sin embargo, cuando llegaron a la casa, guardaron silencio a pesar de que su discusión había sido en algunos momentos acalorada, con los celos avivados por lo que el Maestro había dicho a Simón Pedro. Buen conocedor de sus corazones, Jesús les quiso dar una nueva enseñanza que, como siempre, les sorprendió: tomó a un niño pequeño en sus manos para decirles: "En verdad os digo: si no os volvéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Cualquiera que, por tanto, se humille como este niño, será el mayor en el Reino de los Cielos..."

¿Lo entendieron? No lo parece. Imitando en cierto modo a los denostados fariseos que siempre ocupan los primeros puestos en las sinagogas y el reconocimiento de las gentes, Santiago y Juan, los Boanerges, llevados de la mano de su madre, se acercaron a Jesús para que les concedieran sentarse en su gloria uno a la derecha y otro a la izquierda... ¿A qué venía tal atrevimiento cuando Jesús ya les había dicho que quien quisiera ser mayor en el cielo fuese al servidor de todos? Los otros diez, que habían escuchado la petición, se indignaron con los hermanos, acaso porque también tenían similares aspiraciones. Pero Jesús miró fijamente a Santiago y Juan para decirles que no sabían bien lo que pedían y les preguntó:. "¿Acaso podéis beber del cáliz que yo beberé? Es obvio que Jesús se refería a su propia muerte, pero lejos de inquietarse por lo que significaba esa pregunta, contestaron ingenuamente "¡Podemos!". La réplica de Jesús debió de tener un tono de tristeza: "Beberéis de mi cáliz, pero sentarse a mi derecha e izquierda, corresponde a mi Padre decidirlo. Además, sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas con autoridad. Más no será así entre vosotros: quien quisiera hacerse grande, se haga esclavo de los demás".

En buena lógica, cabía esperar que los discípulos, por desconcertados que estuvieran y por ambiciosos que fuesen, se hubiesen preguntado por el sentido de la muerte o, al menos, por la razón que llevaría a Jesús a morir en la Cruz como un nuevo Cordero que derramaría toda su sangre en redención de los pecados de todos. Pero la pregunta que se hacían en el fondo de su corazón, subsistía: ¿Tenía que pagar el Hijo de Dios ese precio por el rescate de la esclavitud del pecado? ¿Más aún: tan graves eran los pecados cometidos por los hombres?

Cierto que, a pesar de las advertencias de los profetas, el pueblo se había sublevado contra Dios continuamente al violar sus mandamientos y rendir culto a ídolos extranjeros; y cierto también que ya había sido castigado con la deportación, la diáspora y la destrucción del templo de Salomón, aunque siempre surgía algún profeta para invocar la misericordia divina. De hecho, el propio Ciro el Grande, rey de los persas, se apiadó de los cautivos y ordenó su regreso a la destruida Judá así como la reconstrucción del templo. Pero, ¿qué había pasado desde entonces, cuatrocientos años atrás, en los que pareció que Yahvé guardó silencio, cansado tal vez de la maldad de su pueblo, de sus infidelidades...?