Escribas y fariseos se adueñan de la ley para amoldarla a su gusto

¿Se acaba la misión del pueblo judío como anunciador de la llegada del Mesías?

Escribas y fariseos se adueñan de la ley para amoldarla a su gusto

Manuel Cruz

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Jerusalén, de nuestro enviado especial, Manuel Cruz

Las cábalas de los discípulos de Jesús sobre qué y cómo sería el Reino anunciado por el Maestro, así como la hostilidad manifiesta de los escribas y fariseos hacía quien se proclamaba el Hijo del Hombre, me han llevado a preguntarme hasta qué punto el pueblo judío creía en sus propias Escrituras y qué era lo que, en realidad, esperaba del Mesías anunciado por los profetas de la antigüedad. En buena lógica, tras el retorno de la cautividad, dispuesto por Ciro el Grande y la reconstrucción del templo de Salomón en Jerusalén, se podía esperar que los judíos recuperasen su confianza en Dios, mientras llegaba el día en que se implantara el Reino, tantas veces anunciado en la Torá.

Pero no ocurrió así, exactamente. Los retornados del exilio no solo estaban divididos y mercantilizados, sino que se dedicaron a construir una especie de teocracia en la que, poco a poco, se añadieron a la Ley decenas de nuevos preceptos que, en sustancia, dejaban a un lado el principal mandato de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. De hecho, tras la reconstrucción del Templo, centro de la vida religiosa y política del pueblo, el último de los profetas que hicieron de oráculo del Señor, Malaquías, se ofrece como una postrer advertencia divina para que la gente retornase a Dios y se preparase para la venida del Mesías. Pero, a partir de entonces, cuatrocientos años antes del nacimiento de Jesucristo, desaparecieron los profetas y se inició un largo período de aparente silencio de Yahvé, al tiempo que la Ley se convertía en un auténtico elemento de adoración por encima del mismo Dios, que parecía demasiado lejano.

Aunque a lo largo de esos siglos aparecieron libros que exaltaban el don de la fe y de la paciencia, como el de Job, o tan doctos como el Eclesiastés y el de la Sabiduría, sus enseñanzas apenas llegaban al pueblo, mientras la paz y la estabilidad política eran asediadas constantemente con las invasiones extranjeras. Alejandro Magno hizo su irrupción en la turbulenta historia de Israel conquistando la "tierra prometida", a la que intentó helenizar, para dejar el sitio después a los egipcios y, por último, a los romanos. No faltaron en ese tiempo los movimientos nacionalistas como el de los Macabeos que se oponían a la dominación extranjera, así como la aparición de numerosas sectas, entre ellas la de los fariseos, saduceos, esenios y "nazries" que se hicieron dueños del poder religioso y político, sin dejar de enfrentarse entre ellos.

Con el paso del tiempo, la esperanza en el Mesías prometido se convirtió en una especie de mito de liberación política de Israel y no precisamente de sus pecados, al tiempo que se añadieron numerosos preceptos a la idolatrada Ley, a medida que Yahvé parecía alejarse.

¿Podría explicarse así la hostilidad de fariseos y saduceos hacia la figura de un humilde carpintero que aparece de repente en la escena pública curando enfermos y predicando la llegada de un Reino al que sólo podrían aspirar los pobres en el espíritu, los mansos, los limpios de corazón, los perseguidos por causa de la justicia, los que lloran, los misericordiosos y, en suma, los marginados por la clase dominante? Y peor aún: un hombre que encima no respetaba el descanso obligado del sábado y que desafíaba a los supuestos servidores de la ley llamándolos hipócritas y sepulcros blanqueados... ¿Hasta qué punto los escribas, sacerdotes, fariseos, saduceos y demás sanedritas habían perdido la perspectiva de un Salvador que entregaría su vida como rescate de sus pecados?

Por lo que he visto y oído cada día en los poblados de Galilea por los que he pasado junto a Jesús y sus discípulos, la gente que tan entusiasmada se sentía en la presencia del Maestro, prefería permanecer callada ante las acusaciones de escribas y fariseos que tomaban a Jesús como un blasfemo e, incluso, como "hijo de Belzebul". La dura realidad con la que se enfrentaba Jesús es que su misión de anunciar la Buena Nueva, el Reino de Dios, no era escuchada por los propios doctores de la Ley, supuestamente dedicados a escudriñar las Escrituras.

En una de sus primera predicaciones en Jerusalén, en presencia de una gran multitud, que he podido escuchar en directo, Jesús ha denunciado con toda claridad a los escribas y fariseos a los que acusó de haberse sentado en la cátedra de Moisés para imponer preceptos insoportables a las gente sencillas. Fue cuando se dolió ante ellos de su abandono de lo más importante de la Ley, la justicia y la misericordia, actuando como guías ciegos "que coláis un mosquito y os tragáis un camello"...

Nunca había estado Jesús tan duro y preciso en su denuncia de aquellos doctores que tanto se hacían respetar para imponer el miedo entra las gentes y a los que no dudó en llamar serpientes y raza de víboras..Como conclusión de sus acusaciones y casi con lágrimas en los ojos, Jesús lamentó las veces que había intentado reunir a los hijos de Israel mientras los escribas lapidaban a los profetas que eran enviados por Yahvé, para terminar con una de sus más dramáticas profecías: que no volvrían a verle hasta que lo aclamaran como enviado del Señor...

Intuyo que, en definitiva, Jesús estaba anunciado que el tiempo en que el pueblo judío había sido escogido para revelar a los hombres la existencia de un Dios único, Creador del Cielo y de la Tierra, había llegado a su fin. Ese pueblo, el suyo propio, al que ha venido a salvar de sus pecados, no ha querido recibirlo por muchas pruebas que le ha dado de su divinidad, incluida la reciente resurrección de su amigo Lázaro, cuatro días después haber sido enterrado en la cercana Betania, en presencia de muchos de los que le acosaban. Quiero decir que, de alguna forma, los judíos, o mejor dicho sus dirigentes religiosos, había tomado ya la decisión de abandonar la vocación histórica de su filiación divina, iniciada con Abraham y que, por tanto, habían perdido la fe en la llegada de un Mesías salvador del pueblo.

De esto hablaré más adelante. Pero antes tengo que volver al momento en que Jesús y sus discípulos se despiden de Cafarnaún y se disponen a entrar triunfalmente en Jerusalén en un momento en que el pueblo parecía había perdido el temor a los doctores de la Ley y aclamó a Jesús como el Hijo de Dios...