Jesús propone un programa revolucionario para alcanzar el Reino de los Cielos

Y lo hace ante el asombro de la gente y de sus discípulos. Además, señala la "pobreza de espíritu" como instrumento de felicidad eterna

Jesús propone un programa revolucionario para alcanzar el Reino de los Cielos

Manuel Cruz

Publicado el - Actualizado

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En su recorrido por las aldeas en torno al lago de Galilea, también conocido como de Tiberiades o Genesaret, Jesús suele hablar a las multitudes que le sigue de la llegada del Reino, sin que nadie supiera todavía, a ciencia cierta, de qué se trataba. Lo importante para las gentes eran las milagrosas curaciones de enfermos que hacía. Pero en esta ocasión en que Jesús se dirió a una montaña del norte de la región con sus discípulos más cercanos, se ha suscitado una gran expectación porque había corrido la voz de que, al fin, iba a explicar qué era ese Reino que venía a traer y que tanto citaba.

Jesús se sentó en la falda de la montaña, rodeado de sus doce amigos, y la gente hizo lo mismo. Se hizo el silencio y Jesús, que aún no había revelado quién era en realidad, empezó diciendo algo que nadie esperaba: que serían felices los pobres de espíritu porque de ellos era el Reino de los Cielos.

¿Qué significaba esto? ¿Qué quería decir al hablar de los "pobres de espíritu? ¿De qué pobreza se trataba? Observé que algunos se hacían entre sí tales preguntas, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, quizá porque interpretan esa "pobreza" como si fuese de un espíritu apocado o, simplemente, no poseer nada. Por lo que he podido saber después, por medio de uno de sus discípulos que le pidieron una explicación en privado, Jesús se refería a quienes se sienten pobres y necesitados ante Dios y, por lo tanto, desprendidos de cuanto poseen, justo lo contrario de lo que enseñaban los fariseos: que las riquezas son un signo de la bendición y premio de Dios y que la pobreza es un castigo divino.

Algunos que se consideraban más instruidos, recordaron, por lo que pude oirles, el "castigo" que sufrió Job, un santo varón de la antigüedad que solía alabar constantemente a Dios en agradecimiento por sus muchas riquezas. Extrañado, me propuse acudír de nuevo a las Escrituras en cuanto Jesús terminase su discurso. Adelanto que hice un descubrimiento asombroso: en el Libro sagrado se cuenta la historia, más o menos simbólica, de este personaje, escogido por el diablo para demostrar que Job se rebelaría contra Dios si le quitasen lo mucho que poseía, envidiado por sus amigos y conocidos. Dios consintió en la prueba y dejó en la miseria a Job que, sin embargo, se mantuvo firme en su fe y se decía a sí mismo que desnudo nació y desnudo iría al encuentro del Señor. Entonces el diablo insistió en su insidiosa tarea de provocar la rebelión de ya miserable Job contra Dios si también perdiese la salud. Tan pobre y tan lleno de llagas y dolores se vio que el personaje del cuento no pudo contenerse y pidió cuentas a Dios de lo que le ocurría. Parecía que el diablo iba a ganar la apuesta porque la fe de Job empezó a vacilar si bien mantuvo la esperanza de que todo debería de tener algún sentido. Y así era, en efecto, porque Yahvé quiso mostrar con este ejemplo al pueblo que había elegido para darse a conocer, el valor del sufrimiento y de la paciencia ante la adversidad y que la vida no era un camino de rosas sin espinas. Al final de la historia, Dios recompensó a Job por haber mantenido la esperanza, devolviéndole la salud y las riquezas perdidas.

Pero vuelvo a la presencia de Jesús que proseguía imperturbable su discurso, refiriéndose a otros medios de alcanzar la felicidad, como ser mansos, padecer hambre y sed de justicia, ser misericordiosos, buscar siempre la paz, sufrir persecución por servir a la causa de Dios, ser limpios de corazón... El definitiva, lo que Jesús acababa de exponer es todo un revolucionario programa para alcanzar la vida eterna, que jamás se había escuchado en Israel. En realidad, este programa venía a completar la revelación que Moisés hizo siglos atrás, al mostrar a su pueblo, desde el monte Sinaí, las Tablas de la Ley, es decir, los Diez Mandamientos dispuestos por Dios para que el género humano viviese en armonía y en paz.

Jesús ha ido más allá en su discurso al precisar que no había venido a abolir las antiguos preceptos dictados por Moisés y los profetas, afirmando tajantemente que el Cielo y la tierra no pasarán hasta que se cumpla todo lo escrito en la Ley, incluida la más pequeña letra, Y para que no hubiese confusión entre sus incrédulos oyentes, añadió que quien quebrantase uno solo de los Mandamientos, hasta el más pequeño, y enseñase a los hombres hacer lo mismo, será también el más pequeño en el Reino de los Cielos.

Antes de que la gente se marchara de la montaña, al ver Jesús que algunos vacilaban y parecían perplejos ante lo inesperado del discurso, añadió otro deslumbrante camino de perfección, lo que se ha dado el llamar la "regla de oro" sobre el comportamiento que debe observarse en las relaciones humanas: tratar a los demás como quisiéramos que los demás nos traten. Y para dejar bien claro el mensaje añadió algo que terminó por descolocar al gentío e, incluidos sus discípulos: la necesidad de amar a los enemigos y hacer el bien a quienes nos odian A muchos les pareció esto demasiado para sus entendederas y se marcharon.

Pero Jesús aún tenía muchas más cosas que decir.... Lo contaré en la próxima crónica, aunque ya adelanto que muchos de los que se quedaron no salían de su asombro por lo que escucharon, al punto de que ya empezaban a sospechar de buena fe que Jesús era algo más que un Maestro, como le llamaban sus discípulos, y que si curaba a los enfermos no era por arte de magia sino por un poder misterioso que solo podía proceder de Dios mismo.