Carta a Don Mariano Fazio: Cuando la literatura anuncia el Evangelio
"Una de las cosas en la que el papa Francisco se me hace más cercano es su amor por la literatura..."
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Querido don Mariano: Una de las cosas en la que el papa Francisco se me hace más cercano es su amor por la literatura. En un documento pontificio, o en alguna homilía o discurso, las citas habituales y comprensibles eran las de la Sagrada Escritura, los Padres de la Iglesia o textos conciliares. Los autores profanos no parecían tener lugar en ellas. Algo de esto empezó a cambiar desde san Pablo VI en adelante. Todos los papas, en mayor o menor medida, han hecho citas de literatura no religiosa, aunque ha sido el papa Francisco quien más las ha empleado.
Por eso me ha sorprendido gratamente que también usted, un eclesiástico que además es vicario auxiliar del Opus Dei, haya dedicado muchas horas de lectura y escrituras a la buena literatura, hasta el punto de llevar a sus lectores al convencimiento de que los grandes autores clásicos, expertos en psicología humana, pueden ser un medio de evangelización, pues el cristianismo es una religión que quiere estar próxima a los hombres.
En los tiempos en que vivimos los clásicos se han vuelto incomprensibles para muchos. Debo agradecerle que, en uno de sus libros, Seis grandes escritores rusos (ed. Rialp), haya acercado a los lectores la vida, la obra y los principales textos de Puhskin, Gogol, Turgeniev, Dostoievsky, Tolstoi y Chejov. Conozco un amigo que en su juventud intentaba leer con rapidez a estos escritores, tal y como acostumbraba a hacer con otros, pero terminaba por reconocer que no se enteraba de nada. Su libro le habría venido bien, pues se habría dado cuenta de que en Pushkin se pueden aprender virtudes humanas como la lealtad, la fidelidad o la rectitud de conciencia. Yo mismo, cuando leí en el libro el capítulo sobre Gogol, caí en la cuenta de cómo en Roma se fraguaron muchas buenas páginas de este autor. Un paseo por la Villa Borghese, donde se encuentra su estatua, nos lo recordaría, pero también puede inducirnos a reflexionar lo que habría sido la literatura rusa sin su prematura muerte. Coincido además con usted en que la gran obra de Turgeniev es Padres e hijos, y también me atrae el personaje de Bazarov. Su nihilismo, revestido por inquietudes sociales, sigue siendo muy actual. Pero la sencillez y la paciencia de los padres de Bazarov me conmueve mucho más.
Lógicamente los capítulos más extensos de su libro son los dedicados a Dostoievski y Tolstoi. Hace unos años creía haber resuelto personalmente el dilema entre elegir uno u otro, tal y como planteó George Steiner en una de sus obras. Mi elección fue por Dostoievski, el novelista de la gente sencilla como el príncipe Mishkin, de los pecadores arrepentidos como Raskolnikov o de los místicos capaces de cargar con las culpas ajenas, a ejemplo de Cristo, como Aliosha Karamazov. Dostoievski me enseñaba a descubrir el verdadero sentido de la libertad, el de la adhesión al bien. Por el contrario, no me gustaba Tolstoi. Hace años le reproché en un artículo su cristianismo sentimental. Estaba convencido de que justificaba obrar el bien tan solo para sentirse bien interiormente. Su libro, don Mariano, me ha enseñado a valorar en su justa medida a los dos autores, e incluso despertó mi entusiasmo por los grandes personajes tolstianos como Natasha, Andrei y Pierre, de Guerra y Paz, pero también Levin, de Ana Karenina. Estos y otros personajes tienen mucho que mostrar a un mundo en el que se enseña a ser autónomo y no deber nada a nadie. Bien pueden recordarnos esta cita que aparece en el libro: “Vivir para uno mismo es la muerte, vivir para los demás es la vida”.
Anton Chejov cierra el libro, y usted lo evoca en alguno de sus cuentos como El estudiante, uno de mis favoritos, que nos transmite la emoción de la cercanía de la Pascua ortodoxa. Siempre me ha gustado Chejov y he disfrutado con su teatro, pues aún recuerdo una representación de El jardín de los cerezos con grandes actores españoles, pese a que la escenografía rozaba el atrevimiento ridículo. Quizás Chejov tuviera una sonrisa triste, como dice en su libro, pero no cabe duda de que tenía la cualidad, no tan abundante, de interesarse por la gente y sus pequeñas cosas, que, aunque algunos no lo sepan, tienen un valor eterno.
Poco después, he podido leer su libro El universo de Dickens. Una lección de humanidad (Ed. Rialp), muy oportuno para el 150 aniversario de la muerte del escritor, que se celebrará en junio. Tras una reciente estancia en Londres, debo confesar que me ha conmovido un pasaje de no sé qué novela dickensiana, y que empieza así: “¡Corazón de Londres, cada latido tuyo tiene una moral!”. En efecto, las ciudades tienen un alma y son su gente, aunque sea una muchedumbre que camina apresurada sin apenas mirarse unos a otros. Pero Dickens, en ese fragmento que usted transcribe en su libro, nos invita a pensar en el mísero desgraciado que pasa a nuestro lado. Yo diría que este libro suyo es una obra de pastoral urbana, en la que es experto el papa Francisco. En medio de una megalópolis del siglo XXI viven personas abrumadas por la soledad y carentes de amor. Por eso El universo de Dickens es un libro muy bergogliano, no solo porque hay referencias a palabras del pontífice, sino porque es una apasionada invitación a leer a Dickens y descubrir las grandes virtudes humanas de muchos de los personajes de Oliver Twist, Almacén de antigüedades, David Copperfield, Cuento de Navidad o Historia de dos ciudades, novelas que, entre otras, analiza en su libro. Es verdad que también hay personajes que encarnan la injusticia o la hipocresía, pero para todos ellos, sin excepción, guarda Dickens sus lecciones de humanidad. Nadie está perdido definitivamente. Siempre hay lugar para el arrepentimiento. Estoy seguro de que a Dickens le habría gustado esa conocida alusión del papa Francisco a la revolución de la ternura. Dicha revolución está muy presente en la literatura de Charles Dickens.