Samos, el monasterio habitado más antiguo de España y las Nereidas que distraían a los frailes
Su impresionante botica nos recuerda la importancia de los remedios naturales que durante siglos elaboraban para curar los males propios
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“Tan ansiosos iban de retirarse del bullicio del Mundo, que poco les faltó para esconderse aún del Cielo. Tan recogido, tan estrecho, tan sepultado está ese Monasterio entre cuatro elevados montes, que por todas partes no solo le cierran, más le oprimen, que solo es visto de las estrellas, cuando las logra verticales”. Así describe Benito Jerónimo Feijoo, el Padre Feijoo, el idílico y casi secreto lugar en el que se asienta el Monasterio de San Julián de Samos, escondido entre O Cebreiro y Sarria, en la provincia de Lugo y en pleno Camino de Santiago, en el fondo de un valle en el que la naturaleza se muestra especialmente generosa.
Bellísimo, en sus tonos grises y negros de piedra y pizarra, imponente con sus gruesos muros bañados por el río Sarria, remanso de tranquilidad y silencio en medio de un paisaje espectacular, este monasterio tiene por norma recibir al peregrino como si fuera un invitado especial de los monjes que lo habitan de manera casi ininterrumpida desde que lo empezó a construir un fraile de nombre Martín de Dumio.
Dicen que es este el monasterio habitado más antiguo de España y cuenta la leyenda que, cuando el fraile, con la ayuda de los vecinos lo estaba construyendo, se le apareció un ángel para decirle que ese lugar gozaría de gran protección y que, por ello, jamás sería destruido. La tradición popular cuenta que, en plena ocupación árabe, los frailes se refugiaron en una cueva cercana escondiéndose de los invasores que habían ocupado el monasterio, pero que una luz sobrenatural iluminó la cueva y el monasterio haciendo que los musulmanes, asustados, salieran huyendo. Desde entonces, ni siquiera las desamortizaciones consiguieron derrotar los sólidos muros de este lugar cargado de historia, magia, espiritualidad e historias.
Hoy, en él, hay abierto un albergue gratuito y una hospedería mixta en los que el peregrino encuentra alimento y descanso para el cuerpo cansado del camino y para el espíritu engrandecido en su peregrinaje y que, en casos excepcionales puede, dentro del propio monasterio, compartir alojamiento, oración y recogimiento con los monjes que inician su jornada a las seis de la mañana y se recogen a las diez de la noche.
Su impresionante botica nos recuerda la importancia de los remedios naturales que durante siglos elaboraban para curar los males propios, los de los vecinos y los de los peregrinos que con frecuencia llegaban doloridos y enfermos a esa etapa del camino, utilizando para ello las hierbas y flores que los monjes cultivaban o recogían en los alrededores.
Todo aquí es abrumadoramente hermoso y relajante, la iglesia, la biblioteca, el huerto, el Claustro Grande o del Padre Feijóo, en cuyo piso superior unos murales pintados tras un incendio hace poco más de sesenta años recrean la vida de San Benito y el otro claustro más recogido, el de las Nereidas del que cuenta la leyenda que un abad, pensando que las figuras de la fuente, mitad mujeres mitad peces, podían distraer a los monjes de sus oraciones, ordenó que fuera desmontada pero que no pudieron hacerlo porque las piedras se volvieron tan pesadas que les resultó imposible moverlas, por lo que la fuente sigue llenando con el sonido del agua la quietud y el silencio de este claustro en el que podemos leer la curiosa frase “qué miras, bobo”, esculpida en una de sus piedras hace nada menos que cinco siglos, en el siglo XVI.
Antes de dejar Samos para continuar el camino hacia Compostela, a menos de cien metros del monasterio, es imprescindible una visita a la recóndita y hermosa ermita de San Salvador, a cuyo lado hay un ciprés con una larga herida negra que, según algunos es consecuencia de un incendio provocado para eliminar un nido de abejas que se habían aposentado en el interior de su tronco y según otros, es la cicatriz dejada por un rayo. Una curiosa herida en un árbol considerado incorruptible y que, por ello, fue utilizado para construir el Arca de Noé o, mucho más cerca en el tiempo, las naves vikingas. La tradición popular convertida en dicho, asegura que "quien da un abrazo al ciprés, a Santiago llega sin mal de pies”, ofreciendo así una misteriosa protección para los peregrinos que llegan con los pies maltrechos por la dureza del camino hacia el sepulcro del Apóstol.
Según la mitología, un ciprés a cada lado de la puerta de una casa, era símbolo de hospitalidad y prueba de que allí se ofrecía cama y comida temporal a los caminantes, una tradición hospitalaria en la que los monjes del Monasterio de Samos son expertos y que han asumido también en la pequeña localidad que lo rodea y en la que sus habitantes llevan a gala el hecho de tener sus puertas siempre abiertas a los peregrinos con los que no dudan en compartir comida, agua fresca, de vez en cuando un poco de vino casero y siempre buenas historias.