'Crónicas perplejas': “En el asiento de atrás de un taxi he amado, llorado, discutido y me he quedado dormido"

Habla Antonio Agredano de los taxistas y su paciencia

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Antonio Agredano y sus viajes en taxi

Antonio Agredano

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En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus ‘Crónicas Perplejas’.

En el asiento de atrás de un taxi he amado, he llorado, he discutido y me he quedado dormido. Todos los hombres que soy, han pasado por ese lugar; mientras un taxista, profesional y sereno, me llevaba a mi casa, a una casa ajena, al tanatorio o a las afueras de todas las cosas. Odio conducir. No tengo coche. Y ha tenido que ser un taxi el que me dejara en la puerta de todos los sitios importantes que me han tocado vivir.

Si estoy cansado, soy un cliente silencioso. Incluso antipático. Jugueteo un rato con el móvil. Miro por la ventana. Si la ciudad es desconocida, finjo interés por el paisaje y los edificios. Si la ciudad es de las habituales, prefiero fijarme en la gente que pasea al otro lado del cristal. Si estoy animado, saco conversación. Si está la radio puesta, me uno al debate político. Si hay música de fondo, me quejo de cómo conducen otros conductores. Si hay un escudo de fútbol colgando del espejo, comento la jornada de Liga. Otras veces hablo de mi vida. Confieso algunos de mis pecados. O escucho las quejas del taxista y le muestro comprensión, aunque no esté de acuerdo. A veces, simplemente, me paso el trayecto riñendo a mis hijos para que no pongan sus pies sobre la tapicería.

Mis hijos, por cierto, odian los autobuses. Esos pequeños burgueses se quejan cuando los llevo a la parada del bus. “Papá, taxi”, me dicen, señalando las luces verdes que pasan. “Lo pagáis vosotros”, les contesto. “Vale”, dice mi pequeño. Moverse en taxi de un lado para otro me parece un signo de distinción. Yo siempre he aspirado a ser clase media. Ir a merendar a El Corte Inglés unas tortitas con nata. Y luego, tomar un taxi de vuelta a casa. Soy un hombre de gustos sencillos.

Cuando un taxista me dice: “¿Por donde tiramos?”, le contesto: “Si le tengo que guiar yo, acabamos en Polonia”. Y me recuesto en el asiento y pienso en los viajes que fueron y en los viajes que vendrán. La vida es movimiento. Que se lo digan a los taxistas, cuando las madrugadas son interminables. Cuando se montan turistas demasiado pejigueras. Cuando aparcan el coche tras un día de calor y pocos clientes. Yo le pido a Dios la paciencia de los taxistas, su comprensión cuando he bebido y no pronuncio bien el nombre de mi calle y su esfuerzo, cada día, por hacernos la vida más llevadera.

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