Carta del obispo de Segovia: «Más alegría»

César Franco, en relación al Evangelio dominical, nos recuerda en su escrito de esta semana que «Dios necesita de los pecadores para que el cielo no se abisme en la tristeza»

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Redacción Religión

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Las sorprendentes parábolas de la misericordia que leemos en este domingo —la dracma perdida, la oveja perdida y el hijo pródigo (no perdido)— nos descubren las entrañas de Dios tal como las conoce Jesucristo. Si hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (según ellos, claro), quiere decir que Dios necesita de los pecadores para que el cielo no se abisme en la tristeza. No se me malinterprete pensando que animo al pecado para que el cielo no pierda su alegría. Quiero decir que la alegría de Dios es infinita, como todo lo suyo, cuando un pecador se levanta del fango para volverse al Padre. Dios, descrito por Jesús, como el anciano padre que otea el horizonte con la esperanza de ver retornar a su hijo, se revela mejor a sí mismo cuando recrea que cuando crea. Crear de la nada, para Dios, es sencillo. Recrear lo malogrado es un acto tan infinito de humildad, que solo se explica por la alegría —también infinita— que produce. Con estas parábolas Jesús nos ha revelado el rostro del Dios cristiano, que devuelve la vida a quien la ha perdido.

Supongo que, cuando el hijo pródigo retornaba a casa iba repitiendo las palabras que debía decir a su padre al encontrarse con él: «ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Se parece a esos pecadores que, cuando van a confesarse, se repiten a sí mismos la lista de pecados para que no se les olvide ninguno, como si Dios fuera a pasar lista. Antes de que el hijo pudiera abrir la boca, el padre, al verlo venir, «echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos». La misericordia se adelantó a la confesión del hijo, pues el padre solo quería abrazarlo y besarlo. Un sabio confesor decía a un penitente compungido que confesaba sus pecados: todo lo que has dicho lo sabía Dios antes de que te arrodillaras, escucha ahora cuánto te ama Dios y no lo sabes.

Es triste que nuestra experiencia de Dios sea tan pobre como la de nuestra condición pecadora. Cristo ha muerto para descubrirnos el amor de Dios, que se adelanta a nuestra confesión con el poder de la gracia: por eso, el padre de la parábola viste a su harapiento hijo con una túnica, le coloca un anillo en la mano, sandalias en los pies y le prepara un banquete de fiesta. Después de veinte siglos largos de cristianismo, aún no conocemos a Dios cuando, con el corazón replegado sobre nosotros mismos, no levantamos la mirada hacia el rostro del Padre y vemos, como decía un poeta, que Dios era el que más lloraba.

La experiencia de la gracia, la que derriba del caballo y la que se filtra poco a poco en el alma, es indispensable para conocer a Dios. Podemos explicar la gracia como ese levantarse del padre, echar a correr y cubrir de besos al hijo. La gracia es el primer instante del amor que recrea, sana, convierte y colma de felicidad. Por eso el pelagianismo, que todo lo pone en la voluntad propia, incapacita para conocer a Dios. Nos cierra en nuestra limitada pobreza, nos impide levantar la mirada y ver la alegría de dios cuando recrea. Es obvio que la gracia requiere cooperación, dejar de comer algarrobas y levantarse del fango. Pero cuando hacemos esto, aun sin saberlo, ya hemos sido tocados por la gracia, hemos descubierto que Alguien nos llama, nos espera. Dios siempre tiene la iniciativa, se adelanta y corre hacia el hombre. Como dice Jesús, «nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre» (Jn 6,44). Pero no nos atrae de cualquier manera, sino que sale al encuentro para abrazarnos y cubrirnos de besos. Este es el secreto de la alegría que desborda el cielo cuando un pecador se convierte. De esta alegría se privan quienes se tienen por justos.

+ César Franco

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