Carta pastoral del obispo de Segovia: «La misión del cristiano»

César Franco reflexiona en su carta de esta semana sobre el Evangelio de hoy, que nos habla de la misión que tenemos todos los cristianos: ser la sal y la luz de mundo

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Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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En el Evangelio de este domingo Jesús define la misión del cristiano con imágenes muy expresivas y significativas: sal de la tierra, luz del mundo y ciudad edificada sobre un monte. Es claro que no se trata de un protagonismo narcisista lo que propone Jesús a sus discípulos, pues la finalidad de vivir así es que, «los hombres vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». La vida del cristiano debe remitir siempre a Dios.

En realidad, todo se reduce a hacer buenas obras, porque el cristianismo no es una hermosa teoría sobre el amor, sino su práctica. Por eso, en la lectura de Isaías de hoy, se dice: «Cuando alejes de ti la opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo tuyo y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad como el mediodía» (Is 58,9-10). La práctica del amor es la luz que ilumina al mundo y la sal que lo vivifica.

La reducción del cristianismo a una teoría, por hermosa que sea, es lo más grave que puede suceder a quien lo profesa. La fe que no cristaliza en obras es una fe muerta. Desde el comienzo del cristianismo, tanto Jesús como sus apóstoles han entendido que la caridad es la esencia, no solo de Dios, sino de la iglesia fundada por Cristo. En el texto de san Pablo, que leemos hoy en la liturgia, el apóstol dice que su predicación no fue «con persuasiva sabiduría humana» ni «con sublime elocuencia», como hacían los oradores de su tiempo. San Pablo no quería poner como fundamento de la fe la sabiduría humana, sino el poder de Dios que, paradójicamente, se ha revelado en Cristo y éste crucificado. La imagen de Cristo crucificado lo dice todo, porque es, como decía san Ignacio de Antioquía el «amor crucificado», es decir, el amor llevado a su máxima expresión. La dramática separación que, según el Concilio Vaticano II, se viene realizando desde la Ilustración hasta nuestros días entre la fe y la vida, que discurren como vías paralelas, ha desvirtuado la fe y ha banalizado la vida. Lo expresa muy bien el dicho: una cosa es predicar y otra dar trigo. Si la fe no se encarna en la vida y la configura en todos sus aspectos, es como la sal que solo sirve para tirarla y que la pise la gente. Una fe que no sirva para vivir en plenitud nuestra condición humana, a imagen del Creador, es una fe inservible, muerta.

Cuando hoy se afirma que la presencia pública de los cristianos en la vida social, cultural y política es nula, estamos constatando que la fe se ha convertido en un objeto de estética litúrgica. Y Dios no quiere un culto vacío, sin implicación en la vida real. Por eso, el profeta Isaías, en el texto citado anteriormente, afirma que el culto que Dios desea es «desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techos, cubrir al que ves desnudo». ¿Nos suenan estas imágenes? Son muy parecidas a las que pronuncia Jesús cuando habla del juicio que Dios realizará al fin de la historia. Vivir así es poner la luz sobre el candelero, sin esconderlo bajo el celemín. «Entonces —dice el profeta— surgirá tu luz como la aurora».

Cuando los que no aman a la Iglesia pretenden recluirla en la sacristía sin influencia en la vida pública, saben muy bien que es el modo de apagar la luz, desnaturalizar la sal y lograr que arruinar la ciudad edificada sobre el monte. Los ataques más eficaces contra el cristianismo no han sucedido con la muerte de los mártires, sino en los intentos racionalista que, desde el primer gnosticismo hasta sus nuevas manifestaciones, han pretendido convertir la fe cristiana en puro subjetivismo piadoso desconectado de la vida real, en la que el hombre se juega su destino.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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