Yo Pongo el Belén
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Me encanta la Navidad. Cuando empiezan a escucharse villancicos, y veo espumillón en las tiendas, me entra un “no sé qué” por el estómago difícil de explicar. Y, aunque por circunstancias de la vida, a veces se hace complicado disfrutar de la felicidad de estos días, al final me retrotraigo a la niñez y termino por esbozar una sonrisa, pandereta en mano, cantando el “Adeste Fideles”.
De lo que más disfruto estos días es de las tradiciones. Esas costumbres familiares que, año tras año, sigo intentando mantener con mi familia. Como el mensaje o consejo que mi madre nos dejaba bajo la servilleta en la cena de Nochebuena. O dar la bienvenida al Año Nuevo quemando una bengala en la terraza de casa.
La mejor de todas ellas es la que da inicio a todo. Llega el Puente de la Inmaculada, y toca sacar los adornos. Adoro los belenes. Tengo decenas en casa: uno grande, y varios chiquitos. Todos con historia detrás. Y ese momento, en el que empieza a sonar en mi casa Michael Bublé cantando “White Christmas” mientras desenvuelvo pastorcillos y desempolvo camellos, es algo especial.
Por eso, hace unos años, se me ocurrió viralizar mi pasión belenista. Y lanzamos desde la diócesis de Ávila la campaña #YoPongoElBelén. ¡No sabéis lo que disfruto con ella! Cada Navidad, cientos de personas comparten imágenes de sus belenes en las redes sociales. Belenes infantiles, otros más serios. Belenes de parroquias, colegios, casas particulares. Pero todos ellos, con algo en común: representan la escena de la venida de Dios hecho hombre en la humildad de un pesebre.
Porque poner el Belén no es simplemente adornar el salón de casa. Es un acto con el que conseguimos mantener vivo el espíritu de los momentos iniciales de una bella historia de vida y salvación: la que nos ofrece Jesús desde su nacimiento.
Pero, cuando estamos extendiendo el musgo y colocando el pescador y la lavandera, ¿realmente sabemos la simbología que encierra cada una de las escenas del Belén? Veamos algunas de ellas.
El Portal de Belén
El Hijo de Dios, pese a su grandeza, ha venido al mundo en medio de la más absoluta pobreza, en el silencio y la soledad del campo, pobre entre los pobres. La celebración de la Navidad no nos propone únicamente valores como la humildad y la pobreza, sino que más bien es la invitación a dejarse transformar por el mismo Dios hecho carne. En este Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarlo de “Tú” y mantener con Él una relación de profundo afecto, como hacemos cuando nos encontramos con un recién nacido.
El anuncio del Ángel a los pastores
Aquellos trabajadores del campo recibieron la gran noticia por medio de un Ángel: había nacido su Salvador. En medio de la oscuridad de la noche, la luz les ilumina, comunicándoles la Buena Nueva. Tras el miedo inicial, los pastores escuchan las palabras de su mensajero. Un coro del ejército celestial entona el Gloria, deseando la paz entre los hombres. Los pastores comprenden así que el Mesías tanto tiempo deseado, estaba allí, entre ellos, los más humildes. Ahora piensa: ¿sentimos nosotros esa misma necesidad de un Salvador?
Los pastores van a adorar al Niño
Después de las palabras del Ángel, aquellos mismos pastores emprenden raudos una marcha para ver a su Mesías. Quieren contemplarlo con sus ojos, pero también quieren servirle, adorarle, ponerse a sus pies. Al final del camino, siempre está María con el Niño sobre su regazo. Ella de verdad es “refugio de los pecadores”. Ahora todos somos pastores. No es necesario llevar ante el altar un cordero, leche o miel. Adoración es un estilo de vida, una actitud nuestra: ¿cómo reaccionamos nosotros ante la presencia de Dios en nuestro día a día?
La Estrella
Cada Belén tiene su estrella, aquella que guió a los Magos de Oriente hasta el pesebre para adorar al Niño Dios. La estrella nos ilumina a todos “en la noche oscura del alma”, como decía San Juan de la Cruz. Su presencia en los Nacimientos es crucial: este astro celeste representa la fe que guía la vida de todo cristiano. Anuncia la Buena Nueva y nos libra de las oscuridades, conduciéndonos hasta la luz más poderosa: la luz de Jesús.
Los Reyes Magos
Para los niños, son los grandes protagonistas de estas fechas. El espíritu consumista que mueve a la sociedad ha acabado por desfigurar el sentido de la presencia de los Magos en la historia de la Natividad. No sólo la gente sencilla quiso adorar a Dios, también los poderosos representantes de las grandes naciones quisieron postrarse ante Jesús en el pesebre. Guiados por la estrella, partieron desde lejanas tierras hasta Belén. No les importó la distancia, ni lo cansado del viaje: querían mostrar sus respetos al Rey de Reyes. Esos personajes no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a lo largo de las épocas de la Historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, y saben encontrar, así, a Aquel que, siendo aparentemente débil y frágil, sin embargo tiene el poder de regalar el gozo más grande al corazón del hombre. Estemos atentos a nuestra estrella de Belén, como estuvieron los Magos.
Los regalos de los Reyes Magos
Los peques de la casa temen que les dejen carbón en los zapatos si se han portado mal. Pero lo cierto es que la Historia nos cuenta cómo los Magos de Oriente llevaron al Niño Dios tres regalos muy particulares. Melchor llevaba oro, signo de la realeza del Mesías. Gaspar portaba incienso, como símbolo de Su divinidad. ¿Y la famosa mirra de Baltasar? Este elemento, con el que se solían embalsamar los cuerpos de los difuntos, representaba la humanidad de Jesús.
El castillo de Herodes
Herodes representa la maldad humana: nuestras envidias, nuestro espíritu vengativo, nuestra soberbia. Herodes era vengativo y, al enterarse del posible nacimiento del Mesías, desencadenó una matanza de niños para que nadie pudiera amenazar su trono o el de sus sucesores. Dios acaba de llegar al mundo, y el mundo organiza ya su persecución. ¡Así de ciegos estamos en ocasiones los hombres! Los inocentes son los primeros mártires de la Iglesia, pues dieron su vida por Jesús. A nosotros se nos pide que seamos también, en cierto sentido mártires, testigos del amor de Dios. ¿Seríamos capaces de llevar nuestra fe hasta las últimas consecuencias?