Salvador y Rafael, los hermanos beatos que se abrazaron al ser fusilados: "¿Los vais a dejar vivo?"
La sublevación militar de 1936 cogió a Salvador como párroco de El Saucejo, en Sevilla. Junto a su hermano trataron de huir de las milicias, pero finalmente fueron asesinados
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El sacerdote Salvador Lobato y su hermano Rafael murieron abrazados el 21 de agosto de 1936, víctimas del odio a la fe en la España de los años treinta, concretamente en la localidad sevillana de El Saucejo, de donde Salvador era párroco. Su madre falleció tras una larga agonía dos días después sin saber el trágico final de sus hijos.
Tanto Salvador como Rafael serán beatificados el 18 de noviembre en la Catedral de Sevilla junto a otros 18 sacerdotes y fieles laicos que sufrieron el martirio en los primeros días de la Guerra Civil Española. Ambos nacieron en la localidad gaditana de Algodonales. Salvador nació el 31 de diciembre de 1901 y su hermano cuatro años más tarde.
Su padre era zapatero de profesión, una tarea que compaginó con la de sacristán en la parroquia de Algodonales, encargo que ocupaba todavía cuando sus dos hijos fueron fusilados.
Centrándonos en Salvador Lobato, solicitó cuando tan solo tenía trece años su ingreso en el Seminario de Sevilla, avalado por un certificado del cura de la parroquia de Nuestra Señora de Santa Ana que acreditaba su afición al estudio, la modestia y su asiduidad a los actos de culto, además de su buena educación.
La falta de recursos económicos de la familia hizo que Salvador solicitara una beca para sufragar sus estudios al Fomento de Vocaciones Eclesiásticas. No era brillante en sus estudios, lo que hizo que algún curso se le negara esta ayuda.
Su conducta siempre fue positiva, si bien tuvo un incidente en el curso 1925/26 en el centro por la agresión a un compañero, si bien se subsanó sin mayores problemas. Fue ordenado sacerdote el 12 de marzo de 1927.
Su primer encargo parroquial fue ecónomo de la parroquia de San Pedro Apóstol de Coripe (Sevilla) y encargado de la parroquia de Santa María de La Muela, aldea de Algodonales. La feligresía de los dos lugares se caracterizaba por estar apartada de la Iglesia, por lo que trató de enderezar y revertir esos datos. Por eso hizo reformas parroquiales, adquiriendo imágenes religiosas, adaptando a la feligresía a las nuevas circunstancias que vivía el país, y haciendo frente a los desencuentros con las autoridades locales y a los brotes anticlericales que ya asomaba en aquellos años.
Amenazas de muerte y de apedreo al párroco durante la Segunda República
A raíz de la proclamación de la Segunda República, la situación se radicalizó tanto en La Muela como en Coripe. En el caso del primer municipio, Salvador Lobato sufrió amenazas en mayo de 1931, por lo que por orden del arzobispo de Sevilla dejó de acudir a la pedanía al estar en peligro su integridad. Tan solo se dirigía a La Muela cuando era llamado para administrar sacramentos.
Semanas después, cuando pensaba que los ánimos se habían calmado, acudió durante la festividad de la Virgen del Carmen y pudo celebrar la misa, “pero al intentar sacar la procesión de la Virgen hubo amenazas y alborotos, los cuales corté prudentemente, suspendiendo la procesión y evitando cosas más graves”, recogía en el informe el propio presbítero. Los alborotadores pertenecían al centro obrero que le tenía declarada la guerra al cura.
En Coripe tampoco mejoraron las cosas, ya que acudió acompañado del sacristán de la localidad sevillana, siendo también mal recibido. Incluso trataron de apedrearlo. Así lo comunicó Salvador Lobato el 5 de octubre de 1931 al arzobispo de Sevilla.
“La aldea carece de autoridades y hasta de Guardia Civil, estando por consiguiente bajo el dominio de un centro comunista declarado, y sin freno alguno de autoridades. Muchas personas están obsesionadas en su antipatía hacia mí, y envalentonadas con el influjo anárquico del centro comunista. Consideran mi presencia allí como una provocación, y me repiten y amenazan, hasta con matarme”, argumentaba Salvador, que en la misiva también especificaba al arzobispo que debía moverse por Coripe de madrugada entre montes y “muy expuesto a actos de violencia”.
Pese a las advertencias de Salvador a su superior, debía seguir yendo a La Muela, donde la situación no mejoró los meses siguientes. En enero de 1932 aseguraba que solo acudóa a misa una persona, y las amenazas de los obreros continuaban. El cardenal le pidió que buscase una persona piadosa que pudiera bautizar privadamente en casos de urgencia y que no consintiera que nadie se apoderase de la Iglesia.
Traslado a El Saucejo
En marzo de 1933 falleció el párroco de San Marcos Evangelista de El Saucejo (Sevilla), por lo que Salvador Lobato cubrió su vacante. Un territorio de unos 6.000 habitantes pero, en líneas generales, alejada de la Iglesia. No había escuelas católicas, mientras la República había hecho que los entierros fueran civiles en su mayoría. “La cobardía se ha apoderado de todos y solo privadamente y en su casa es como defienden la Religión, no atreviéndose en público”, aseguraba el propio Salvador.
Las tensiones con las autoridades locales era patente. Se desestimó por ejemplo el arreglo de la campana de la iglesia en 1935, o se quemó la puerta de la parroquia tras la victoria del Frente Popular en 1936.
“Se produjo intencionadamente un fuego en la puerta y cancel de este templo parroquial que fue sofocado en pocas horas, resultando la puerta algo chamuscada, y el cancel con graves desperfectos. El fuego fue provocado con gasolina, arrojada al interior, por debajo de la puerta. La Guardia Civil trabaja activamente, así como el juzgado para dar con los delincuentes, habiendo sido llamadas a declarar numerosas personas, si que hasta la fecha hayan sido descubiertos los autores”, informaba Salvador a la archidiócesis de Sevilla.
Estalla la Guerra Civil: Salvador y su familia son expulsados de la parroquia
En este contexto de creciente violencia se produce la sublevación militar de 1936. El párroco de San Marcos Evangelista se encontraba en El Saucejo junto a su madre y su hermano Rafael, quien no le abandonó hasta la muerte de ambos.
El domingo 19 de julio el templo abrió con normalidad y se celebraron los oficios propios del día festivo. Los primeros días de conflicto fueron de calma tensa. El cuartel de la Guardia Civil continuó funcionando durante los primeros días de guerra, hasta que a mediados de agosto las milicias tomaron el espacio y constituyeron desde el ayuntamiento un comité que vigilaba las entadas y salidas del pueblo, registraban domicilios de personas de derechas y se procedió a encarcelar a más de medio centenar de personas.
Antes, el 23 de julio, fue asaltado el templo y la casa rectoral, por lo que Salvador, su madre y su hermano se vieron obligados a abandonar la casa: “Las hordas marxistas de El Saucejo ocupaban la plaza de la parroquia, mientras otros tomaban las bocacalles que a ella conducía. El señor cura, Don Salvador Lobato Pérez, cuya casa-habitación, contigua a la parroquia, dominaba por completo a la plaza, apenas contempló desde la ventana el cuadro que se le ofrecía a la vista, llenose de la angustia e intranquilidad que era natural recorría las dependencias de la casa sin saber a quien clamar, ni que hacer.... Suponía que había llegado para él la hora de ser inmolado. En esto invadió la casa un grupo de camisas roja, registrándola, cachearon al cura, lo mismo que a su hermano Rafael y exigiendo la llave, se dirigieron al templo”, consta en el informe del arzobispado.
Luego, los asaltantes penetraron en el templo destrozando todo aquello que iban encontrando a su paso, quemando todas las imágenes en el atrio en la plaza. Tomaron la casa rectoral, desalojando a Salvador y a su familia, quienes además tenían que soportar las burlas de los asaltantes. El cura y su familia se dirigieron de esta manera a la casa de Francisca Donado, su asistenta. Allí se refugiaron los dos hermanos y su madre, enferma de ictericiada, lo hizo en la casa contigua.
“El párroco, que desde su casa contemplaba el cuadro, pues las hogueras se hicieron en medio de la plaza, lloraba, su madre gritaba y su hermano Rafael se rebelaba lleno de santa indignación. En este estado se tiran a la calle pidiendo a voces que los trasladasen a otro lugar, ya que no podían resistir la vista de aquel espectáculo. Unos cuantos milicianos los empujaron con el propósito de subirlos más tarde para fusilarlos en el mismo templo. Pero todavía no se atrevieron porque estaba en pie el Cuartel de la Guardia Civil”, recoge el informe.
Un mes de reclusión y muerte
Pese a que aparentemente el párroco y su familia estaban acogidos en casa de la asistenta, en realidad estaban recluidos. Permanecieron bajo vigilancia constante por los integrantes del comité del ayuntamiento de El Saucejo. No podían salir a la calle, solo podían saltar por las tapias de atrás de una casa a otra para ver a su madre enferma.
Así se se prolongó esta situación durante un mes, hasta que en la madrugada del 21 de agosto, con milicianos venidos de la zona de Málaga, comenzó el asedio al cuartel de la Guardia Civil que se prolongó durante horas, ya que ese día las fuerzas nacionales intentaron tomar sin éxito El Saucejo. Durante el tiroteo, Salvador y Rafael buscaron un lugar más seguro cerca de donde estaban recluidos, saltando las tapias traseras.
Los milicianos tenían prisa por marcharse de El Saucejo una vez tomado el cuartel, ya que los nacionales habían ocupado algunos municipios estratégicos del entorno de Osuna.
Salvador y su hermano Rafael estuvieron a punto de salvar la vida, ya que los milicianos estaban subidos a los camiones para marcharse, cuando se acercaron a ellos dos mujeres pidiendo la cabeza del cura: “¿Pero no ibais a matar al cura? ¿Lo vais a dejar vivo?”, preguntaban.
Esto movió a unos cuantos a bajar del vehículo para dirigirse a la casa Francisca Donado, donde se habían refugiado los hermanos y su madre. Al comprobar que no se encontraban en el interior (excepto la madre, que ya agonizaba), el grupo de milicianos descubrieron pronto que los hermanos habían saltado las tapias para ocultarse en otro lugar próximo.
No tardaron en ser descubiertos y detenidos: “Fueron empujados entre insultos y groserías hacia el Prado. Ellos iban resignados. 'Ten ánimo, Rafael', decía Don Salvador a su hermano, y él lo necesitaba más. 'Acuérdate de Dios, a quien pronto veremos', continuaba el Señor Cura. Abrazados llegaron al Prado. Fueron empujados hacia el derribo, en uno de los ángulos de la plaza. Les dejaron avanzar un poco. Sonaron varios disparos y aquellos dos cuerpos, corpulentos y fuertes como robles, cayeron tronchados”, recogió el arcipreste de Osuna un mes después de los fusilamientos.
La carta del padre de Salvador y Rafael tras perder a sus hijos y esposa
Los cuerpos de Salvador y Rafael permanecieron en el suelo de la plaza hasta ser recogidos al día siguiente para ser llevados a las puertas del cementerio, donde intentaron quemar los cadáveres con gasolina. Por suerte, el fuego solo chamuscó sus ropas. Permanecieron ahí dos meses, hasta recibir sepultura el 15 de octubre, una vez las tropas nacionales tomaron El Saucejo.
Su madre murió dos días después que sus hijos como consecuencia de la ictericia, pero sin llegar a conocer nunca lo que ocurrieron con sus hijos. Por su parte su padre, Salvador, aún vivía en Algonodales donde era sacristán y, al conocer la muerte de sus tres seres queridos, escribió una carta al arcipreste de Osuna para mostrar su pena y ayuda.
“Me encuentro sumido en la más completa necesidades, porque si antes apenas podía vivir con la corta asignación que tenía como sacristán y lo que me mandaba mi hijo, ahora que perdido, ¿qué será de mí?”, se lamentaba.