«Las pirámides y la alimentación»
Fernando Chica recuerda la conversión que el Señor nos pide: revertir la pirámide de la desigualdad para que cada persona pueda vivir en dignidad y lograr la seguridad alimentaria
Madrid - Publicado el
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En las últimas décadas se ha ido difundiendo la llamada “pirámide de la alimentación”, que intenta concienciar a la ciudadanía acerca de la necesidad de una alimentación sana y equilibrada. Con el tiempo hemos ido aprendiendo que conviene comer al menos cinco raciones diarias de frutas, verduras y hortalizas, así como pastas y cereales integrales (la base de la pirámide); también debemos consumir, con menor frecuencia, lácteos, legumbres, pescados y carnes blancas; la parte superior de la pirámide incluye las carnes rojas, los alimentos procesados y los embutidos, de consumo esporádico; y, finalmente, los dulces y la bollería ocupan la cúspide de la pirámide, porque su consumo debe ser muy restrictivo.
Lo que no se sabe tanto es que estas pirámides alimentarias, tal como las conocemos, surgieron en Suecia en la década de los años 1970. Fruto de la crisis del petróleo y del aumento de los precios, las familias modestas se encontraban en dificultades para asegurar una alimentación adecuada. La pirámide de la alimentación nació en este contexto de crisis económica y de inflación desbocada, para ayudar a las familias a llegar a fin de mes con la despensa y el estómago bien surtidos. Es decir, todo empezó por un motivo más socioeconómico que nutricional. También hoy hablamos de inflación, del coste de la cesta de la compra, del precio de la canasta básica, de las dificultades para llegar a fin de mes. En 2020 casi 3.100 millones de personas en el mundo no pudieron permitirse mantener una dieta saludable.
Y todo ello ocurre en un mundo que se desgarra entre el hambre y la obesidad, entre la desnutrición y el sobrepeso. Según los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), hay 650 millones de personas adultas que sufren obesidad, así como 350 millones de adolescentes y 39 millones de niños y niñas. Desde 1975 la obesidad se ha triplicado en el mundo. Da la impresión de que hemos aprendido la figura de las pirámides alimentarias, pero no las llevamos a la práctica cotidiana. Y también parece que la desigualdad en el mundo se agudiza y permanece.
Las desigualdades de nuestro mundo no son nuevas y podemos verlas, por ejemplo, en las pirámides del antiguo Egipto. Hace exactamente cien años, en noviembre de 1922, el arqueólogo británico Howard Carter descubrió la tumba KV62, perteneciente al faraón Tutankamón, en el Valle de los Reyes (Egipto). En su sepultura, entre otros muchos objetos, se encontraron un centenar de cajas con diversos frutos, cereales, vino y miel, así como 48 cajas de madera con carne. Sin duda, la alimentación de faraón era más rica, variada y abundante que la de los miles de esclavos que construyeron su pirámide mortuoria. Ahora bien, como dice el salmista, “no te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada, su boato no bajará con él” (Sal 48,17-18).
La pirámide sigue siendo una imagen que nos ayuda a entender la injusta desigualdad de nuestro mundo, de un modo visual e intuitivo. Desde hace años, los informes del banco privado Crédit Suisse, presentados anualmente ante el Foro Económico Mundial de Davos, se apoyan en la figura de la pirámide para alertar sobre la tendencia global a la desigualdad y a la concentración de la riqueza. En el informe de 2022 se indica que la base de la pirámide está formada por el 50% de la población adulta mundial, que posee menos del 1% de la riqueza global, mientras que el 10% más alto de la pirámide dispone del 82% de la riqueza global. El pasado 22 de septiembre el Papa Francisco recibió a los participantes en el encuentro Deloitte Global, a los que dirigió estas palabras: “Muchas poblaciones o grupos sociales viven de forma no digna en el plano de la alimentación, de la salud, de la instrucción y de otros derechos fundamentales. La humanidad está globalizada e interconectada, pero la pobreza, la injusticia y las desigualdades permanecen”.
En otras ocasiones, el mismo Santo Padre se ha referido a la “pirámide invertida” como imagen adecuada para entender la Iglesia desde las claves del servicio evangélico y la sinodalidad. Así, dijo en su Discurso en la conmemoración del 50º aniversario de la institución del Sínodo de los obispos el 17 de octubre de 2015: “En esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra por debajo de la base. Por eso, quienes ejercen la autoridad se llaman «ministros»: porque, según el significado originario de la palabra, son los más pequeños de todos”. Más allá de las implicaciones eclesiológicas que esta afirmación incluye, quiero aquí subrayar la fuerza de esta imagen de la pirámide invertida para abordar la realidad del hambre en el mundo. ¡Ojalá los ricos y poderosos estuvieran real y efectivamente al servicio de las personas más pobres del mundo! Si así fuera, la realidad iría cambiando de acuerdo con el plan de Dios.
Nos lo exigen los millones de personas que sufren este flagelo del hambre. Según los datos del informe “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo” (SOFI 2022), elaborado por los organismos especializados de Naciones Unidas, hay 828 millones de personas que sufren hambre en el mundo, lo que significa el 9,8% de la población mundial. Este dato supone 46 millones más que en el año anterior y 150 millones más que en 2019, antes de la pandemia por covid-19.
Quiera el Señor que la ocasión que nos brinda el Día Mundial de la Alimentación, este 16 de octubre, sea un momento para avanzar en la conversión que el Señor nos pide: revertir la pirámide de la desigualdad para que cada persona pueda vivir en dignidad, lograr la seguridad alimentaria y disponer de una nutrición saludable.