Esto no puede venir del Espíritu de Dios

El papa visita el campo de extermino de Auschwitz

José Luis Restán

Publicado el - Actualizado

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La Carta abierta del Cardenal Ouellet al ex nuncio Viganó sobre las acusaciones que éste dirigió al Papa en agosto y su insólita petición de dimisión al pontífice, es un verdadero rayo de luz para abrir una atmósfera contaminada que, por desgracia, ha alcanzado a una parte no despreciable del pueblo de Dios. Es una carta sin formalismos, a corazón abierto, y aunque en ella son muy importantes las aclaraciones precisas sobre hechos concretos invocados por Viganó, a mi juicio lo es aún más por su inequívoco temple eclesial, verdaderamente necesario en este momento.

Empecemos por decir que Marc Ouellet, Arzobispo emérito de Quebec y Prefecto de la Congregación para los Obispos, es un teólogo de gran talla formado en la gran Escuela de la revista Communio, y ha gozado siempre de la profunda estima de Benedicto XVI, que le llamó de su patria para desempeñar una de las tareas esenciales en el puente de mando de la Curia Romana. Ouellet no es amigo de gesticulaciones pero tampoco rehúye el combate por una buena causa como demostró cuando era arzobispo de la metrópoli québécoise y hubo de vérselas con un poder político acusadamente laicista. Nunca ha encarnado nostalgias inútiles y es decididamente partidario del diálogo de la fe con la cultura actual, sin complejos ni prejuicios. Durante el Sínodo sobre la familia demostró su libertad de criterio y de palabra, sin caer en controversias estériles ni dejarse empujar y haciendo una lectura profunda de Amoris Laetitia en el gran cauce de la Tradición, que como él mismo recuerda a Viganó en esta carta, es una “tradición viva”.

Nada más comenzar su carta, Ouellet plantea a Viganó si “la comunión con el Sucesor de Pedro no es la expresión de nuestra obediencia a Cristo, que lo ha elegido y lo sostiene con Su gracia”. No hay margen posible en la respuesta, como sabe cualquier fiel sencillo, y esto ha servido, sirve y servirá, sea cual sea el estilo y los límites del hombre que lleve el anillo del pescador.

Después entra con detalle en las acusaciones de Viganó, mostrando su inconsistencia, su carácter viscoso y ambiguo, su falta de fundamento real. No oculta la dolorosa constatación de que las sucesivas promociones del ex cardenal McCarrick incluyen fallos clamorosos en los procesos de selección que se llevan a cabo en la Iglesia, pero advierte en seguida que cada papa toma sus decisiones apoyado en la información de que dispone en un momento preciso, realizando un juicio prudencial que no es infalible. A la vista está si repasamos la historia con un mínimo de sinceridad. En todo caso Francisco no tuvo nada que ver en esas promociones, mientras que tomó contra McCarrrick la decisión más dura posible una vez que se alcanzó certeza de que existía una acusación verosímil.

Por todo ello, culpar al Papa Francisco de haber encubierto a un supuesto depredador sexual y de ser cómplice de una corrupción que le invalidaría para desempeñar el ministerio petrino es “una acusación monstruosa que no se sostiene”. Más aún, señala la aberración que supone aprovecharse del escándalo de los abusos sexuales en Estados Unidos para lanzar un golpe inaudito a la autoridad moral del Papa, a quien Viganó, como representante pontificio, estaba ligado por un deber de especial obediencia y devoción. Verdaderamente, como dice Ouellet, ni en el fondo ni en la forma aquel libelo puede reflejar el Espíritu de Dios, por más que se

revista de supuestas intenciones regeneradoras. Se trata, a su juicio, de “un montaje político carente de fundamento real que pueda incriminar al Papa, y que hiere profundamente la comunión de la Iglesia”.

Hay una parte final de esta carta necesaria y memorable en la que el cardenal canadiense, uno de los colaboradores preferidos de Benedicto XVI, habla con emoción de su experiencia directa junto al Papa Francisco: de la intensidad de su oración; de su energía para acoger todas las miserias y ofrecer el consuelo de su palabra y de sus gestos; de su ímpetu de anunciar la alegría del Evangelio a todos, en la Iglesia y más allá de sus fronteras visibles; de cómo tiende la mano a las familias, a los ancianos abandonados, a los enfermos de alma y cuerpo, y sobre todo, a los jóvenes en busca de la felicidad.

El cardenal pide a su antiguo colaborador, con severidad pero también con compasión, que se arrepienta, salga de la absurda clandestinidad en que se refugia y vuelva a la comunión con el Papa, y expresa su deseo de que el daño sea rápidamente reparado y de que el Papa Francisco siga llevando a cabo la reforma misionera que ha emprendido, contando con la oración del pueblo de Dios y con la solidaridad renovada de toda la Iglesia. Más allá de cualquier consideración, esta Carta tiene el sabor de lo verdadero y nos hace sentir, una vez más, qque el Señor no abandona a su Iglesia en medio de las borrascas.

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