Lo que no podemos dar por supuesto
José Luis Restán analiza la situación en la que se encuentra la sociedad en nuestros días respecto a la fe
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Una de las cuestiones sustanciales que los católicos europeos necesitamos entender en este cambio de época es que la evidencia sobre algunos grandes valores compartidos, conseguida a lo largo de siglos de presencia y educación cristiana, se ha disuelto para un amplísimo sector de conciudadanos. Y no por una especial cerrazón ni maldad; tampoco exclusivamente por culpa de una ingeniería social desde el poder, que desde luego existe. Esos grandes valores (desde el matrimonio a la acogida de los inmigrantes) fueron desvelados, sostenidos y profundizados gracias a la fe en Cristo que el pueblo sencillo vivía. Solo de ahí pudo nacer, con mucho tira y afloja, una cultura cristiana.
En la medida en que esa fe ha decaído y Cristo ya no es alguien real para muchos, es inevitable que dicha cultura se debilite e incluso, en algunos casos, pueda llegar a extinguirse. Esta conciencia es decisiva a la hora de acercarnos a nuestros vecinos y compañeros, sin prepotencia y sin avasallar. Nuestra fortuna es haber acogido la gracia de la fe pero, como hombres y mujeres de esta época, compartimos las incertidumbres y debilidades derivadas de un proceso cultural complejo, en el que la escasez de un testimonio cristiano relevante también ha sido un factor del que no podemos prescindir.
En medio de la conmoción por el incendio de Notre Dame, el arzobispo de París recordó que esa maravilla se levantó para custodiar un trozo de pan que los cristianos creemos que es el Cuerpo de Cristo. Un apunte saludable y necesario. Que los europeos vuelvan a nutrirse de la savia de la tradición cristiana no depende de las alianzas políticas que logremos (aunque haya que establecerlas con realismo y prudencia) ni de lo alto que gritemos algunos principios. Dependerá de que vuelvan a encontrar testigos de Cristo significativos para su búsqueda, para sus heridas y angustias, más que nunca a flor de piel.
Esto no significa renunciar al debate cultural, siempre necesario y que nos permitirá generar nuevos espacios de diálogo. Pero con paciencia y entendiendo que es la fe la que abre y sostiene la aventura de una razón que, sin Cristo, tiende a reducirse. Una presencia cristiana inteligente nos permitirá, ojalá, preservar algunos bienes esenciales en nuestro ordenamiento jurídico-político, pero el núcleo de la misión es que la gente pueda encontrar a Cristo a través de nuestra vida cambiada. De ahí nacerán las familias, la acogida, una forma nueva de trabajar, las catedrales…