De Ratisbona a Abu Dhabi
José Luis Restán publica este análisis en el semanario 'Alfa y Omega'
Publicado el - Actualizado
4 min lectura
Es indudable que la firma en Abu Dhabi de la Declaración sobre la Fraternidad Humana por parte del Papa Francisco y del Gran Imán de Al-Azhar, Ahmed Al-Tayyeb, marca un hito histórico para las relaciones entre la Iglesia Católica y el mundo musulmán. En esta Declaración se fundamenta la común dignidad de todos los hombres en su condición de hijos del mismo Dios; se condena cualquier cobertura supuestamente religiosa al uso de la violencia y cualquier coacción a las personas en materia religiosa; se suscribe el concepto de “ciudadanía”, según el cual los derechos de una persona no dependen de su pertenencia a una etnia o religión (un horizonte por el que ha luchado incansablemente el Patriarca de los Caldeos, Cardenal Luis Sako); se rechaza cualquier legislación o costumbre que impida disfrutar a las mujeres de la plenitud de sus derechos, y se destaca el compromiso común de cristianos y musulmanes en la defensa de la sacralidad de la vida, en la educación para la paz y en el cuidado de la Creación.
Naturalmente esta Declaración es fruto de un largo camino de diálogo, y ahora espera su recepción y acogida tanto en el ámbito católico como en el musulmán, donde algunos de sus puntos podrían ser ásperamente discutidos. Algunos observadores han señalado que se trataría de la superación definitiva de los movimientos telúricos que suscitó en algunas franjas musulmanas el discurso de Benedicto XVI en Ratisbona. Sin eludir las convulsiones que en aquella ocasión provocó la introducción de una cita del emperador bizantino Manuel II Paleólogo sobre el profeta Mahoma, que el propio Papa Ratzinger ha reconocido después como innecesaria y fuente de malentendidos, creo que se puede establecer una conexión bien visible y positiva entre aquel discurso sobre la fe y la razón, pronunciado en 2006, y la Declaración de Abu Dhabi.
El núcleo del discurso de Benedicto XVI era el vínculo entre fe y racionalidad, amenazado en occidente por el relativismo y en el islam por el integrismo. Apenas transcurrido un año, en octubre de 2007, se recibió en Roma una Carta de 138 maestros musulmanes que recogía el guante lanzado por el Papa sobre cuestiones candentes como la racionalidad de la fe, la incompatibilidad entre religión y violencia y exigencia de una verdadera libertad religiosa cuyo contenido aún era preciso aclarar. Los firmantes de la Carta sostenían la libertad de profesar la fe sin constricciones y planteaban los mandamientos del amor a Dios y al prójimo como la base teológica más sólida para que cristianos y musulmanes pudieran vivir en paz. Era un primer paso cuyo desarrollo podemos ahora contemplar con perspectiva desde Abu Dhabi.
Las cosas se han seguido moviendo en los últimos doce años en la buena dirección. Aquí me permito recordar la sabiduría y lealtad del cardenal Jean Louis Tauran, que no ha podido ver este fruto. El diálogo con la mezquita de Al-Azhar ha sido fundamental para desbloquear prejuicios y afinar formulaciones. La confianza entre el Papa Francisco y el imán Al-Tayyeb ha jugado un papel destacado, sin olvidar la buena relación con el Patriarca de los Coptos, Teodoro II. Todo ello ha convertido a El Cairo en un laboratorio fundamental para el diálogo. Sin duda, el desgarro provocado en las sociedades islámicas por la violencia brutal del yihadismo ha obligado a plantear en su seno cuestiones que estaban arrinconadas. La forma en que se han conducido los cristianos en Medio Oriente (su testimonio heroico, su humildad y capacidad de perdón) y la actitud de las autoridades de la Iglesia, especialmente del Papa, también han ayudado a crear un nuevo clima y avanzar hasta donde hace poco no imaginábamos. Pero la historia no ha concluido, el alcance histórico de la Declaración debe confirmarse a través de una educación paciente en nuestras comunidades, tanto cristianas como musulmanas. Y no van a faltar espinas, tampoco entre nosotros. Para empezar la supuesta (y falsa) equivalencia entre religiones que según algunos avalaría el documento. De ningún modo. Se reconoce que el Espíritu Santo ha previsto que los hombres busquen a Dios siguiendo sus huellas y su propia conciencia, de ahí la nobleza de los diversos caminos religiosos, lo que nos permite ser amigos y compañeros de camino. Eso no significa en absoluto equivalencia. Nosotros afirmamos que el único Salvador del mundo es Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, y estamos llamados a proponerlo humildemente a la libertad de todos los que nos encontramos. Los musulmanes saben que creemos eso, pero esta Declaración no se ha redactado para que cada firmante profese su fe, sino para que impulsados por ella, construyamos juntos un futuro de paz y fraternidad.