San Enrique, emperador ejemplar
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Profesamos en el Credo que su Reino no tendrá fin, en alusión a Cristo. Muchos monarcas que se han aercado a Dios experimentan que su reinado en la tierra, a pesar de ser limitado, tiene una protección especial del Cielo. Hoy celebramos a San Enrique, cuyo reinado se asemejó al de Cristo, no por el tiempo, sino por su cercanía al Señor. Baviera en Alemania, verá nacer a este descendiente de Otón el Grande y Carlomagno el año 973, en el castillo familiar situado junto al río Danubio.
Su juventud se ve impregnada de una educación con fuerte base espiritual y humana, debido a su acercamiento a los benedictinos de Hildesheim. Así se instruye en el Amor de Dios, completando esta formación con el Obispo de Regensburg, San Wolfang. Todo esto le sirvió para prepararse al reinado de su pueblo, donde habrá de ser un fiel representante y reflejo del Señor Jesucristo, Rey de reyes.
En el año 995, sucede a su padre como Gobernador del ducado de Baviera, hasta que al principio del siglo XI, es entronizado como monarca de la tierra de Germania. Una década más tarde, Benedicto VIII le proclamará rey del Sacro Imperio Germánico. Dado su celo por la Fe, el Pontífice le regalará un globo de oro, rematado con una Cruz, detalle que él enviará a la Abadía de Cluny, a modo de ofrenda y exvoto.
Casado con la también Santa Cunegunda, su reinado se distinguió por la sencillez y prudencia en todas sus decisiones, trabajando con el Abad de Cluny en bien de la revitalización eclesial. Retirado en el Monasterio de Vanne, el Abad Ricardo le ordena volver al trono, y él intenta obedecer. Pero San Enrique no puede seguir la tarea encomendada y muere en el año 1024, en el Castillo de Gerona.