Madrid - Publicado el - Actualizado
2 min lectura
No todos los Santos tuvieron el honor de ser discípulos de los seguidores directos del Señor. Así le sucedió a San Ignacio de Antioquía al que honramos en este día. La tarea de los Apóstoles fue forjar servidores del Evangelio y Juan, hijo de Zebedeo, acercó a Dios a un joven de nombre Ignacio y que significaba el que lleva a Dios dentro de sí. Ignacio entiende perfectamente que la Providencia espera algo importante de su vida.
El primer peldaño es ser obispo de Antioquía, una de las ciudades legendarias en las que Pablo había logrado la conversión y el florecimiento de una comunidad cristiana. De ahí, entre otros, había salido Bernabé. Debía de tratar con dulzura y firmeza a los creyentes para confirmarles en la Fe. Y caló su presencia en las gentes.
Su pastoreo era en plena unión con el Papa, Vicario de Cristo y al que él acuña un nuevo término, llamando al Pontífice, obispo de Roma. La Gran Urbe donde Pedro y Pablo morirían mártires, era la que ejercía un papel maternal sobre el resto del orbe católico y el Sucesor de Pedro tenía ese título especial.
El pastoreo de Ignacio daba frutos, pero se aproximaba el final. Eso sí que era una Historia con mayúsculas. Trajano decide endurecer la persecución contra los cristianos. Ignacio cae fatídicamente en las redes de los crueles romanos. Trajano le recibe en persona. El obispo de Antioquía está atado y crece la tortura contra él. Para los intereses imperiales es un cabecilla de los enemigos del Imperio, hay que cebarse con él. Pero Trajano quiere tener un “detalle”.
¿Por qué no invitarle a dejar su creencia? Todavía puede salvar su vida. Pero Ignacio se reafirma, así que morirá en el circo devorado por las fieras. La comunidad cuando llega a Roma quieren ponerse en su puesto pero él les pide que le dejen ser trigo de Cristo molido por las fieras. Así rematará su vida viajando a la Morada Eterna.