Los familiares de las víctimas mortales no olvidan

Algunos accidentes ni siquiera se investigaron

Los familiares de las víctimas mortales no olvidan

José Melero Campos

Publicado el - Actualizado

5 min lectura

Ningún padre está preparado para enterrar a sus hijos. Menos aún, si la causa de la muerte no es una enfermedad, sino de manera repentina, como es un accidente laboral. Manuel no olvidará el 5 de junio del 2002, cuando su hijo, de 23 años, falleció durante el montaje de un ascensor en Toledo. La empresa se saltó todas las normativas de seguridad. Durante seis meses, estuvieron poniendo en peligro sus vidas, hasta que el sistema falló: “Cayeron por el hueco del ascensor tanto mi hijo como el oficial que trabajaba con él. Mi hijo murió al instante, y el otro a los 7 meses”. A raíz de aquello, la empresa se extinguió, ya que la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha rescindió los contratos que mantenía con la entidad.

Antonia perdió a su hijo en verano, con 19 años. Había aprobado todas las asignaturas aquel curso, por lo que decidió en verano ponerse a trabajar. “Ojalá no hubiera aprobado, así hubiera tenido que estudiar en lugar de trabajar”, lamenta su madre. Trabajaba en la empresa que por aquel entonces se encargaba de la recogida de basuras en Toledo. La máquina del camión de basuras se atascó. Él subió para tratar de desatascarla, y el compañero pulsó el botón erróneo, provocando que la máquina le aplastara, resultando herido de gravedad: “Fui corriendo al hospital donde mi hijo estaba ingresado, aunque cerebralmente ya estaba muerto. La doctora me dijo que tuvo muy mala suerte. Fue una negligencia del compañero. Dos días después murió.” La empresa no cumplía con los protocolos de prevención, pero tan solo le impusieron una sanción económica.

Pedro se enteró del accidente de su hijo cuando regresaba a casa de pasear al perro: “Salí a pasear al perro y en torno a las cinco de la tarde escuché unas sirenas. Llegué a casa, y otro hijo mío y su mujer estaban en la vivienda, algo que me extrañó por las horas que eran, pero no dijeron nada. Los vi raros. Al rato recibí una llamada de la funeraria.” Solo tenía 31 años. Trabajaba temporalmente en una empresa dedicada al galvanizado, en el barrio del Polígono de Toledo: “Sus compañeros se fueron a merendar y le dejaron solo en una grúa. Una tarea que él no sabía hacer. Se desprendió la carga y le cayó encima.”

A partir de ese momento, llega el calvario judicial. Antonia lo afrontó sola: “Contratamos un abogado que nos engañó, diciendo que llevarían el caso al Tribunal Supremo, cuando era mentira. Nos utilizaron. Luego supimos que aquel despacho de abogados trabajaba para el Ayuntamiento. Lo peor es que no pudimos demostrar el engaño, ya que todos los documentos del caso de mi hijo lo tenían ellos. Nunca nos indemnizaron.” Tras el juicio, Antonia estaba destrozada: “El juez no paraba de bostezar, y el fiscal parecía que estaba de lado de la empresa. En ese momento quise dejar de existir.”

El accidente del hijo de Manuel apenas se investigó, pero la familia se propuso denunciar y llegar hasta el final. Manuel relata que, cuando estaban reunidos con su abogado, se presentó la defensa de la empresa: “El abogado de la empresa se dirigió al nuestro, estando yo presente, y textualmente le dijo... ya sabes cómo se solucionan estas cosas. Yo alucinaba. Me tuve que contener, porque nos quería comprar”.

Pedro nos cuenta que la empresa trató de lavarse las manos. Cuatro años más tarde, salió el juicio y en la sentencia responsabilizaban a la empresa y a varios trabajadores. Uno de ellos tendría que estar en la cárcel, pero al no tener antecedentes, evitó el ingreso en prisión: “Lo llevarán en su conciencia.”

Tampoco nadie pagó con pena de cárcel la muerte del hijo de Manuel, que lamenta que ningún juez haya encarcelado a ningún empresario por incumplir la normativa laboral: “Es lamentable, pero se le sigue echando la culpa al trabajador. Imponen penas de menos de dos años y medio para que no vayan a la cárcel.” La sentencia recogía además que los condenados no podían trabajar en ninguna empresa relacionada con el montaje de ascensores, lo cual tampoco se cumplió, ya que tres años más tarde, Manuel supo que al menos uno de ellos sí estaba trabajando en ese sector.

Pero más allá de la justicia, lo que más duele es el recuerdo. A Antonia le afectó en la salud. A día de hoy, sigue soñando con él: “Sueño mucho con él. Le veo que viene como si hubiera estado lejos, y llega triste. Y yo le digo, quédate con nosotros ya. Yo se que va a volver. Era muy alto, tenía un cuerpo atlético, era muy buena persona. Yo le decía que de bueno era tonto. Era además socio de Cruz Roja, y trabajaba con niños que tenían necesidades.”

El día del accidente, Pedro y su hijo tuvieron una pequeña riña, antes de que se fuera a trabajar: “Discutimos por temas domésticos, pero no nos enfadamos. Él se fue a trabajar contento. Eso me dio mucha tranquilidad. Si no, hubiera pensado que la culpa era mía por estar enfadado con él. Me dejó con la conciencia tranquila.”

Y Manuel, sigue echando mucho de menos a su hijo: “Era un muchacho normal, le gustaba tapear, los niños, había dado la entrada para un piso para vivir con su pareja. Casi me caí al suelo cuando me dijeron que había muerto. Esto no se supera. No hay día en que no pensemos en él. Yo perdí el sueño. Tenía que tomar pastillas para dormir”.

Más de una década después, Antonia sale adelante gracias a la familia y a la alegría que le transmite su hija y su nieta. Pedro lo ha superado en parte. Su mujer no. Ha pasado por varias depresiones: “Pero la vida continúa. Tenemos dos hijos y tres nietos. Los nietos te dan mucha alegría, y los dolores se van un poco. Pero los ánimos ya no son los mismos.”

Manuel asegura que no podría perdonar a la empresa: “Si les viera ahora... les diría un disparate. Recuerdo que el propietario se presentó en el juicio y, en un receso, me saludó con una sonrisa de oreja a oreja para darme la mano. No se podía ser más cínico.”

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