Madrid - Publicado el - Actualizado
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El Papa Francisco ha celebrado este domingo la primera Jornada Mundial de los Pobres, primero en la Misa y después en la mesa, junto a mil quinientas personas necesitadas, que en buena parte viven en la calle, y que han convertido la enorme sala de las audiencias papales en el recinto de un verdadero banquete.
En los pobres, como nos ha recordado el Papa, se manifiesta la presencia de Jesús. En ellos, en su debilidad, hay una fuerza salvadora. Y si a los ojos del mundo tienen poco valor, son ellos los que nos abren el camino hacia el cielo. Es para nosotros un deber evangélico cuidarles. Hacerlo, por supuesto, dando pan, con gestos concretos, pero sin quedarnos ahí. Hay que partir con ellos también la mesa de la Eucaristía. Amar al pobre significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales. Y nos hará bien acercarnos a quien es más pobre que nosotros, tocará nuestra vida en su raíz. Nos recordará lo que verdaderamente cuenta: amar a Dios y amar al prójimo. Solo esto dura para siempre, todo lo demás desaparece. Lo que invertimos en amor es lo que permanece, el resto desaparece. Esa es la elección que tenemos delante cada uno de nosotros. Se trata de permanecer con los puños cerrados y los brazos cruzados o con las manos laboriosas y tendidas hacia los pobres; vivir para tener en esta tierra o dar para ganar el cielo. Porque para el cielo no vale lo que se tiene, sino lo que se da. La fórmula es sencilla, y es al mismo tiempo, tarea para toda una vida: no hay que buscar lo superfluo para nosotros, sino el bien para los demás, y nada de lo que vale nos faltará.