'Crónicas perplejas': "Todos los niños de mi generación quisimos ser ninjas"
Habla Antonio Agredano de las imitaciones que hacemos de lo que vemos en las películas
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En esta sección de ‘Herrera en COPE’, Antonio Agredano mezcla lo “cotidiano y exótico” con una particular visión de las cosas de la vida capaz de equiparar con lo más sorprendente en sus "Crónicas perplejas".
Había una película, que en España le pusieron de título 'Los Bicivoladores', que en los ochenta sirvió para impulsar la industria del yeso y las consultas privadas de traumatología. Los niños del barrio cogíamos nuestras bicicletas BH, las Torrot, las GAC Akimoto, que era la mía, o las Motorettas, y nos lanzábamos por las cuestas y las rampas en los descampados imitando a los chavales de la película. Nuestros huesos pagaron las consecuencias.
Con el brazo en cabestrillo aprendí que una cosa era lo que sucedía en la pantalla y otra lo que la vida tenía guardado para nosotros. Todos los niños de mi generación quisimos ser ninjas. A ver, ser ninja era una posibilidad en los ochenta. Incluso nos hacíamos nuestros propios nunchakus, esos dos palos unidos con una cadenita, aunque los llamábamos luchacos, y no pocos golpes me di en la cara con ellos intentando imitar a todos los sucedáneos de Bruce Lee que por entonces salían en la televisión a todas horas.
Más cosas: queriendo imitar al joven de 'Juegos de Guerra' formateé el ordenador de mi madre. Queriendo ser el Johnny Castle de 'Dirty Dancing', quise coger a mi prima así en el aire, ensayando en el salón el baile, y nos caímos los dos hacia atrás contra la televisión que por poco no le abro la cabeza a la chiquilla. Queriendo encontrar un tesoro como el de 'Los Goonies' nos perdimos unos vecinos y yo en una playa de Benalmádena hasta que nos encontró la policía municipal.
Y, por muchas tonterías que hice de pequeño, que las hice, echo de menos aquel entusiasmo. Aquella locura. Creer que la vida era aún más grande de lo que veía a mi alrededor. Refugiarme en historias ajenas. Ese afán por llegar más alto y por ir más lejos. Porque madurar es un lento enfriarse. Es empezar a conformarse con lo que a uno le ha tocado. Dicen que los niños sueñan con ser astronautas, pero estoy seguro de que son los astronautas los que sueñan con ser niños. Con volver a aquella emoción primera. A creerse capaces de todo.
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