Ojo Guareña, el secreto de la fuente de la sabiduría, un santo milagroso y un príncipe perdido
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Cuenta la leyenda que, hace mucho tiempo, un druida celta acompañado de un oso y dos seres monstruosos, eran los encargados de cuidar y vigilar la fuente de la sabiduría, que se encontraba en unas cuevas en las que ya, en los albores de la humanidad, unos primitivos habitantes habían dejado su impronta a modo de pinturas. Es Ojo Guareña, en Burgos, que, todavía ahora, con sus más de 100 kilómetros, resulta ser uno de los diez mayores entramados cársticos cavernosos del mundo.
En el corazón de aquel laberinto cavernoso, allí donde el río Guareña se pierde en la tierra, el druida de nombre Lam, descubrió un manantial con cuyas aguas curaba a los enfermos y que los vecinos llamaron “fuente de la sabiduría”. Todavía en la actualidad, algunas pequeñas pilas nos recuerdan que esas aguas, que albergan secretos inmemoriales, siguen ayudando a sanar los males de la vista.
Nadie sabe qué ocurrió con el sabio y anciano druida, aunque los expertos han descartado que sea suyo un esqueleto encontrado hace tiempo en el interior de la cueva, esqueleto al que llamaron “el hombre de Ojo Guareña” y que no se corresponde con un anciano ni siquiera de aquella época, sino con un hombre de unos 20 años y que nos lleva de la mano y la imaginación hasta “el príncipe”.
Cuentan que un día, un príncipe se adentró en esas cuevas siguiendo a una hermosa joven y que terminó perdido en aquella maraña de túneles de los que nunca logró salir. Dicen que “el hombre de Ojo Guareña”, que se guarda en el Museo de Navarra, podría corresponder al príncipe perdido que, antes de morir en la más completa soledad y oscuridad se habría tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre el pecho, esperando su inevitable final. Los restos de su ropa prueban que vivió hace unos 2.500 años y lo que queda de una pequeña presa hecha con arcilla habla de que intentó sobrevivir recogiendo el agua que goteaba de las estalactitas.
Transcurrido el tiempo, según la tradición popular, las brujas y el diablo ocuparon ese laberinto tan singular en el que algunos situaban una entrada al infierno. Sería San Bernabé, según cuenta la leyenda, quien consiguiera echarlos antes de consagrar una de las cuevas. Con la llegada del santo las brujas fueron desterradas definitivamente, aunque a decir de algunos vecinos, en las noches de luna llena, se las puede ver vagando por el bosque allí donde el río se hunde en la tierra, mientras que el diablo fue condenado a deambular, únicamente, por lo alto del cercano Pico del Cuerno del Diablo o Pico del Diablo desde donde, al parecer, bufa de manera aterradora en las noches de tormenta.
De los milagros de San Bernabé existen numerosos testimonios, alguno con anécdota incluida, porque dicen que, allá por 1670, un arriero que caminaba entre la niebla con el carro cargado de ollas y tinajas, se precipitó al vacío y cuando estaba cayendo, se encomendó al santo diciendo “San Bernabé, guárdame las ollas” y efectivamente, las ollas llegaron intactas al suelo, aunque no ocurrió lo mismo con el arriero que se había olvidado pedir protección para sí mismo.
En este lugar, que ha visto pasar casi una eternidad por delante, sorprende la Ermita de San Bernabé absolutamente integrada en la roca, una roca que en el interior hace la vez de perfecto y espectacular lienzo para las pinturas que representan escenas de la vida, martirio y milagros de San Tirso a quién estuvo dedicada la ermita en sus inicios.
Un lugar que impone por su belleza, por su halo de espiritualidad y muy especialmente por la fascinante sensación de tocar unas rocas que guardan secretos desde hace miles de años.