San Romualdo, converso, contemplativo y ermitaño
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Existen muchos carismas, según concede el Espíritu Santo. Uno de ellos es la contemplación al más puro estilo de anacoretas. Hoy celebramos a San Romualdo, que vivió así los proyectos de Dios sobre él. Nace en Rávena (Italia) en torno al año 950 cuando sus padres, los duques de Onesti, gobernaban la ciudad. Aunque fue educado sin una base cristiana, muchas veces se sentía insatisfecho en su interior. Es como que buscaba.
Por eso le venían grandes remordimientos de conciencia. La muerte en duelo de un hombre a manos de su padre le marcó terriblemente, por lo que decide irse a un Monasterio Benedictino, en plan de expiación y profundizar en Dios. Sin embargo, el Abad, teme la venganza del padre de Romualdo y le niega la entrada, hasta que el Obispo intercede en su favor. Al encontrar que su vida molestaba a otros monjes decidió irse.
Por entonces -cosas de la Providencia- encuentra a Marino, un ermitaño rudo, cuya vida de recogimiento hizo que se quedarse junto a él. La oración de ambos, obtuvo innumerables conversiones y cambios de vida entre muchas personas. Entre los conversos se encontraba su propio padre que, al reconocer el horror de su crimen se retira a un Convento hasta la muerte para seguir lo que el Señor dice en el Evangelio sobre hacer penitencia.
En el año 1012 funda la Camáldula, -cuyo nombre proviene del benefactor que regaló sus campos para la fundación-, y cuyos monjes se dedican al silencio perpetuo y la oración. Guarda un parecido con los cartujos de San Bruno. Con el tiempo cambia el hábito negro por el blanco. Al intentar irse a Hungría a morir mártir ve que Dios no se lo permite, por lo que se esmera en vivir santamente sus últimos años de Convento. San Romualdo muere hacia el año 1027.